Por Paulo Cannabrava Filho

   Bolsonaro fue condenado a 27 años y 3 meses de prisión, de los cuales 24 años y 9 meses en régimen cerrado. Generales de alta graduación, como Braga Netto, Heleno, Paulo Sérgio y el almirante Garnier, también recibieron penas que varían de 20 a 25 años de prisión. Anderson Torres, exministro, fue condenado a 24 años.

   En paralelo al juicio, el Congreso vuelve a ser escenario de chantajes políticos. El Centrão, bajo el mando de Valdemar Costa Neto, presidente do PL, el mayor partido, amenaza con paralizar el Legislativo para forzar la votación de un proyecto de amnistía a los golpistas.

   Este no es un episodio aislado: en ocasiones anteriores, la Cámara ya había sido transformada en espectáculo fantasmagórico, evidenciando la debilidad de sus dirigentes frente a presiones espurias.

   El ministro Alexandre de Moraes fue categórico: no cabe amnistía ni indulto para quienes atentaron contra la democracia. Todos los ritos fueron respetados, incluida la amplia defensa de los implicados. El intento de recurrir a tribunales internacionales, como anunció la defensa del general Braga Netto, suena como una maniobra más para dilatar la justicia, cuestionando de manera infundada la competencia del STF.

   Si hay una lección que este juicio nos deja, es la necesidad de enfrentar también los crímenes aún impunes de la dictadura de 1964. Tortura, desaparición forzada y ocultamiento de cadáveres son crímenes de lesa humanidad, imprescriptibles a la luz del derecho internacional. Todavía es tiempo de juzgar y castigar a quienes practicaron atrocidades en nombre del Estado.

   El juicio expuso también la contradicción de parte de la élite brasileña: mientras la Justicia condena a los golpistas, autoridades estadounidenses castigan a jueces brasileños por su valentía.

   Alexandre de Moraes fue blanco de la llamada “Ley Magnitsky”, mientras que otros magistrados perdieron el derecho de ingresar a Estados Unidos. Es la sumisión externa chocando con la defensa de la soberanía nacional.

   Ese choque no es solo simbólico. Revela la persistente dependencia de Brasil frente a poderes externos y la dificultad histórica de afirmar su autonomía. La imposición de sanciones por potencias extranjeras contra magistrados nacionales constituye una injerencia inaceptable, que busca debilitar la independencia del Poder Judicial e intimidar la defensa de la democracia.

   El contraste es claro: de un lado, la servidumbre de sectores que prefieren alinearse con el imperio; del otro, la resistencia de quienes entienden que la soberanía se construye con coraje y respeto a las instituciones nacionales.