Por: Ted Lewis *
Honduras vuelve a situarse en el centro de un patrón conocido y preocupante de la política estadounidense hacia América Latina. Tras una elección profundamente disputada, la administración Trump ha intervenido no para defender el proceso democrático, sino de maneras que amenazan con afianzar la corrupción, socavar la soberanía y debilitar instituciones ya de por sí frágiles.
En las semanas posteriores al día de las elecciones, se realizaron esfuerzos significativos para evitar una revisión completa y legalmente obligatoria de las actas electorales que presentaban inconsistencias. La ley hondureña es clara: cuando existen discrepancias, cada acta debe ser revisada de manera exhaustiva y transparente. Eso no ocurrió.
Estas deficiencias fueron observadas claramente por observadores electorales hondureños, representantes de partidos políticos, organizaciones independientes de la sociedad civil y misiones internacionales de observación durante y después de la jornada electoral, lo que generó serias dudas sobre la integridad de los resultados preliminares y agregados. El Centro de Estudio para la Democracia (CESPAD), una reconocida organización hondureña de democracia y derechos humanos, ha documentado cómo la ausencia de una revisión completa acta por acta cerró de facto cualquier posibilidad de verificación significativa del voto.
El miércoles 24 de diciembre, las autoridades electorales de Honduras avanzaron en la certificación de Nasry Asfura como ganador de la elección presidencial por un margen extremadamente estrecho, pese a que persistían estas inconsistencias no resueltas y disputas legales y políticas en curso. Esta decisión no ha cerrado la crisis. Salvador Nasralla, candidato del Partido Liberal, no ha concedido la derrota y continúa denunciando públicamente fraude, mientras que la disidencia dentro del propio Partido Liberal subraya hasta qué punto el proceso carece de aceptación política amplia. La certificación en estas condiciones puede cerrar un capítulo legal, pero no resuelve el déficit de legitimidad subyacente.
En lugar de exigir el cumplimiento estricto de la ley hondureña antes de otorgar reconocimiento, Estados Unidos —mediante declaraciones públicas y señales diplomáticas del Departamento de Estado y de la embajada estadounidense— ha presionado para que se acepte el resultado declarado y se avance rápidamente hacia una transición.
El secretario de Estado, Marco Rubio, ha instado a “todas las partes a respetar los resultados confirmados”, aun cuando pasos clave de verificación exigidos por la ley hondureña nunca se completaron. Actores internacionales como la Organización de los Estados Americanos y la Unión Europea enfrentan un dilema similar: certificar sin una revisión completa equivale a sustituir la verificación democrática por la conveniencia política.
Las consecuencias de este enfoque van mucho más allá de una sola elección. Al empoderar a las élites tradicionales de Honduras —redes históricamente vinculadas al crimen organizado, al narcotráfico y a un modelo económico que concentra la riqueza mientras vacía las instituciones públicas— Washington corre el riesgo de reforzar las mismas dinámicas que han alimentado la desigualdad, la violencia y la migración forzada. Esto no estabiliza a Honduras; profundiza las condiciones que la han desestabilizado repetidamente.
Es importante reconocer que este no es un fracaso exclusivamente republicano. Tras el golpe de Estado de 2009, la administración Obama, bajo la entonces secretaria de Estado Hillary Clinton, reintrodujo brevemente tácticas intervencionistas de vieja data en Honduras. El resultado no fue la consolidación democrática, sino la captura del Estado por redes narcopolíticas, que culminó con el ascenso de Juan Orlando Hernández. Esa experiencia debió haber servido como advertencia sobre los costos de largo plazo de subordinar el proceso democrático a alineamientos políticos de corto plazo.
Sin embargo, esas lecciones parecen haber sido ignoradas. Incluso mientras la administración Trump lanza amplias acusaciones de narcotráfico contra adversarios regionales, ha indultado a Juan Orlando Hernández, un expresidente hondureño condenado en un tribunal estadounidense por el contrabando de grandes cantidades de cocaína hacia Estados Unidos. Ese indulto se produce en el mismo periodo en que Washington ha intervenido de manera contundente en el proceso electoral hondureño. En toda la región, el mensaje es inequívoco: la rendición de cuentas es selectiva y los principios democráticos son condicionales.
Honduras no es un caso aislado. Desde Venezuela hasta el Caribe, la administración Trump ha reactivado la idea de que la legitimidad política puede imponerse mediante la coerción, las sanciones y la presión militar. Ataques marítimos letales, interdicciones agresivas y la interrupción del comercio petrolero se presentan como medidas de cumplimiento de la ley o de promoción democrática, pero cada vez operan más claramente como instrumentos de presión. Ya hemos visto este patrón antes, y de manera consistente ha producido mayor inestabilidad, no resultados democráticos duraderos.
El daño, sin embargo, tiene menos que ver con una reacción inmediata que con un deterioro de largo plazo. Al abandonar las reglas democráticas como base de su influencia, Washington está erosionando el único tipo de poder que alguna vez ha demostrado ser duradero en el hemisferio: una influencia basada en la cooperación, en principios democráticos compartidos y en el respeto al Estado de derecho, incluida la lucha contra la corrupción y la impunidad. A corto plazo, las fuerzas autoritarias y de derecha pueden parecer en ascenso.
Con el tiempo, sin embargo, las instituciones se debilitan, la corrupción se normaliza y la credibilidad se desvanece. Los actores regionales comienzan a cubrirse y a alinearse en otros espacios. Estados Unidos sigue presente, pero su influencia se pudre lentamente, dejándolo cada vez menos capaz de incidir en los resultados que importan, justo en el momento en que afirma estar defendiendo la democracia.
*Ted Lewis: es codirector ejecutivo de la organización de derechos humanos Global Exchange, con sede en San Francisco. Ha trabajado en temas de paz, derechos humanos y democracia en América Latina desde principios de la década de 1980 y ha encabezado más de una docena de misiones internacionales de observación electoral en la región, la más reciente en Honduras, el pasado noviembre