Por Luis Manuel Arce Isaac
Técnica, moral y judicialmente, si se atiene a los principios éticos de la Constitución de los United States of America, Donald Trump debería estar tras las rejas cumpliendo larga pena de prisión por los delitos probados en 34 procesos judiciales en su propio país y lo que ocultan aún los archivos de Jeffrey Epstein, y no sentado en la OficinaOval dirigiendo los destinos de una gran nación que está envileciendo.
No se hizo en su momento debido a que las derechas republicana y demócrata se aliaron, dejaron caer sus máscaras y el clan de multimillonarios, aterrorizado por los cambios que están viendo en el mundo que deja a la zaga a Estados Unidos, se jugaron el todo por el todo, en especial su poca dignidad, y en un acto inmoral apostaron todo su dinero al tipo que, sin sesos pero con una montaña de ambiciones y un alma despiadada, pensaron que podía frenar la marcha del tiempo e impedir que sus piscinas se quedaran sin agua.
Lo hicieron abierta y conscientemente, y en su alborozo, aplaudieron cuando uno de ellos, Elon Musk, parodió el saludo de Heil Hitler en pleno salón del Congreso, como anuncio de la entrada en escena de un neofascismo feroz y sin fronteras en nuestra hermosa región.
Los mercenarios del vecindario americano se animaron porque al fin les llegaba su segunda oportunidad, y el neofascismo se extendió a capitales importantes del sur hemisférico de la periferia, como pilares para facilitar la aplicación de una DoctrinaMonroe fenecida, pero remotorizada como los autos viejos con petróleo fresco y minerales raros agotados en los inventarios imperiales.
La guerra inducida por Joe Biden en Ucrania en busca de tierras raras y mantenimiento de las industrias biológicas letales regenteadas por su hijo apoyado por una mafia neonazi y una Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) destartalada que la Europa maliciosa intentaba recomponer para enfrentar a Rusia y detener el avance de la revolución industrial de nuevo tipo en China, fue un juego de niños para los nuevos propósitos de los multimillonarios estadounidenses.
Sacaron a Trump del apuro judicial y permitieron que figurara en la boleta electoral, pero no del lodo moral y así, embarrado de fango de pies a cabeza, puso su trasero en la poltrona de la Casa Blanca como una santísima asquerosidad, y se proclamó el Señor de la Guerra con la idea, a través de la pólvora y el genocidio, de recibir el beneplácito de Oslo que, como denunció el fundador de WikiLeaks, Julian Assange, convirtieron en instrumento de guerra ante los atónitos ojos del mundo que repudia a la también genocida María Corina Machado.
La presidenta de México, Claudia Sheinbaum, sin pelos en la lengua, exigió a la ONU que asuma su papel. Pero, ¿acaso no hay que pedírselo también a los tribunales de Estados Unidos, al sistema judicial que lo avala con su silencio e inoperancia, a los congresistas que permiten las violaciones a su propia constitución y a las leyes nacionales, y no promueven un impeachment que debió hacerse desde hace tiempo?
¿Es culpable la izquierda, o el progresismo de Estados Unidos y de América en su conjunto, a la que se le pide rinda cuenta, mientras se aparta de esa manera una reflexión sobre la realidad que golpea no solamente a América, sino al mundo, más allá de las flaquezas y errores de los grupos políticos populares?
¿Acaso no es mejor no entretenerse y dividirse buscando culpables y, en su lugar, reflexionar sobre por qué un solo hombre puede poner a un continente completo bajo la férula fascista, hacer y deshacer desconociendo absoluta e impunemente todo lo estatuido y generalmente aceptado, gracias a lo cual se han logrado mantener los equilibrios regionales y mundiales para que la paz no explote como una granada de fragmentación?
¿No es mejor impedir que América se siga convirtiendo en el infierno al cual está conduciendo un tipo ambicioso y engreído que encabeza a lo más perverso de nuestra era y cree con absoluta certeza que tiene al mundo agarrado de los pelos?
¿Por qué, en lugar del lamento y la denuncia burocrática y formalista, no juntarse como la plata en la raíz de los Andes —como decía José Martí— e impedir la descarada declaración y ultimátum de Trump, de que mantendrá el cerco a Venezuela hasta tanto ese país no le devuelva a Estados Unidos el petróleo, el oro, los minerales que, según él, los venezolanos le han robado a ese país, que sí es un verdadero ladrón que le robó con las armas más de la mitad, 2.1 millones de kilómetros cuadrados, a México, y sin lo cual no fuera la potencia que es hoy?
De allí la gran pregunta inicial: ¿Es concebible que un solo hombre haga tanto daño a EEUU y el mundo, y no se vea todavía una respuesta que lo ponga en su lugar? Por supuesto, el cuestionamiento también involucra al pueblo estadounidense.