Por Sergio Rodríguez Gelfenstein
Es verdad que a Hernán Cortés lo acompañó una Malinche (el domingo pasado también hubo otra cortejando al pasado) pero la memoria nos recuerda a Atotoztli, Tomiyahuatl, Eréndira y Tecuichpo, grandes mujeres que forjaron la nación azteca.
En el siglo XXI hay otra: se llama Claudia Sheinbaum. Como ella misma dice: “provengo de familia judía y estoy orgullosa de mis abuelos y de mis padres”, pero no olvida que “fui educada como mexicana”. En el país hermano hay muchas Claudias. Yo conozco a varias de ellas.
No obstante esto, en su conferencia de prensa matinal del pasado 3 de junio, el presidente Andrés Manuel López Obrador (AMLO) señaló con precisión quién había sido el protagonista de la jornada y quién había jugado el papel principal en el proceso de evolución de su país iniciado en 2018.
Dijo AMLO: “…ayudé en la transformación del país, como lo han hecho millones de mexicanos porque yo no soy el único; a mí me tocó la construcción de un proceso, pero los actores principales, los protagonistas principales de este cambio fueron millones de mujeres y de hombres que han venido luchando”.
He ahí la esencia de lo que la oligarquía no entiende sobre lo que está ocurriendo: el pueblo ha sido el protagonista de los hechos y el intérprete principal de los acontecimientos que condujeron a los extraordinarios resultados electorales del pasado domingo.
Y es que, como dije al comienzo, desde la resistencia de aztecas y mayas al colonialismo español signado por el triunfo de la “Noche Triste” y la organización de la defensa de Tenochtitlán que estableció niveles inauditos de resistencia solo superados por el salvajismo, el desprecio, y la barbarie propia de los españoles y su superioridad en materia bélica, los mexicanos no han dejado de luchar.
La resistencia fue derrotada, y tuvo un alto costo humano, pero generó un sentimiento de orgullo por lo propio que aún hoy vive en el alma de los mexicanos. Se siente desprecio por la Malinche y altivez por la historia pasada.
Los imperios aztecas y mayas desaparecieron, a pesar de su gran desarrollo científico y tecnológico muy superior al de los europeos en materia de astronomía, medicina, hidráulica, agricultura y arquitectura, entre otras.
Pero, como me decía Moisés Morales, el gran sabio y guía de Palenque en Chiapas: “Que los mayas desaparecieron, ¿y yo qué soy? ¿y qué son toda esta gente que nos rodea? ¿No son acaso los descendientes de aquellos que fundaron estas grandes ciudades de economía floreciente?”.
Se refería a Palenque, Toniná, Chichen Itzá, Tulum, Tikal y Copal, entre otras portentosas ciudades que ya eran enormes urbes desarrolladas cuando París y Londres eran aun unas aldeas miserables.
“Aquí estamos”, me decía Moisés, lamentablemente fallecido hace unos años, y aquí está hoy el pueblo mexicano heredero de grandes tradiciones, haciéndose cargo de su destino.
Al igual que otros territorios de la región y al unísono con Venezuela y el Río de la Plata, en 1810 estalló la insurrección, los campesinos e indígenas convocados por el cura del pueblo de Dolores, Miguel Hidalgo y Costilla iniciaron la lucha por la independencia del yugo español.
Al igual que Venezuela, en 1821, tras la entrada del Ejército Trigarante a la Ciudad de México, culmina la lucha por la independencia. Antes, entre 1811 y 1815, José María Morelos intentó imprimirle un contenido social a la lucha, asumiendo posiciones más radicales en defensa de los humildes y de la soberanía nacional.
Pero, al igual que en toda América, la independencia no fue completa. En México, le correspondió a Benito Juárez instaurar un cuerpo de leyes e instituciones que condujeran a construir realmente al Estado Mexicano y lo hizo en un momento en que el país se debatía en conflictos internos y externos que debilitaron el poder.
Las frágiles instituciones construidas en el período poscolonial no pudieron evitar que Estados Unidos se robara el 55 por ciento del territorio mexicano. Juárez no solo edificó el nuevo Estado, sino que lo modernizó y lo hizo más sólido.
Pero la modernidad no trajo la ansiada prosperidad para las mayorías, las luchas internas no conseguían dar estabilidad al país, la propiedad de la tierra en manos de unos pocos y el perturbador papel activista de la iglesia católica no ayudaban a crear un clima que contribuyera al desarrollo.
Una aguda lucha se desató en el país, en ella destacaron los líderes campesinos Emiliano Zapata y Francisco Villa, que se enfrentaron a los remanentes de la larga dictadura de Porfirio Díaz y protagonizaron junto a otros la revolución mexicana de 1910 que tuvo una trascendente participación popular.
Los mexicanos no dejaron nunca de luchar hasta que en 1917 se logró la aprobación de una nueva Constitución (vigente aún hoy) que por primera vez incorporaba una serie de derechos sociales en favor de los sectores más humildes de la población, convirtiendo la Carta Magna mexicana en un ejemplo a seguir para toda América Latina.
Aunque se instauró cierta estabilidad y la lucha por el poder se manifestaba en los marcos del sistema, México no lograba despegar en su desarrollo. En 1934, Lázaro Cárdenas fue elegido presidente de la República significando un punto de inflexión en la historia mexicana al tomar decisiones que enfrentaban los mecanismos tradicionales de la política inaugurada tras la revolución de 1910.
Cárdenas apeló a la necesidad de establecer un sistema político y económico que garantizara la igualdad entre todos los mexicanos, para lo cual era fundamental sentar un sistema educativo que le proporcionara acceso a todos.
Así mismo, se propuso hacer que los trabajadores y el pueblo jugaran un papel más participativo en la vida nacional, instaurando alianzas con las organizaciones sindicales.
Se crearon cooperativas de trabajadores, asumiendo desde el gobierno políticas que se proponían mejorar las condiciones laborales de los obreros, favoreciendo sus luchas en contra de los empresarios nacionales y sobre todo de los extranjeros.
Un momento clave del gobierno de Cárdenas fue en 1936 cuando se aprobó la ley de expropiación de las empresas petroleras extranjeras en cumplimiento del mandato de la Constitución de 1917. que en su artículo 27 establecía el derecho de propiedad de la nación sobre sus recursos naturales. Así, en 1938, por medio de un decreto, esa ley se hizo realidad.
Se inauguró un nuevo período de “estabilidad” en los marcos de la democracia representativa, ahora tutelada por el Partido Revolucionario Institucional (PRI) que había sido creado en 1929 y que gobernó consecutivamente desde 1930 hasta el año 2000.
El modelo sui generis establecido por el PRI que se caracterizaba por el control total de la política en lo interno y la defensa de la soberanía nacional sin inmiscuirse en los asuntos de otros países, en lo externo, generó importantes avances sociales en el país, pero, en sus últimos años, el sistema devino centralizador, corrupto y neoliberal, profundizando la dependencia externa de Estados Unidos y la situación de pobreza de las grandes mayorías.
En estas condiciones, AMLO accede a la presidencia en 2018 (antes, le habían robado el triunfo en 2006 mediante un gigantesco fraude electoral) e inicia la Cuarta Transformación que es mucho más que la realización de una serie de medidas políticas que cualquier gobierno hace cuando llega a la administración de un país.
Ahora se trataba de dar continuidad a la historia para producir los cambios que el país necesitaba. Lo explicaba el mismo presidente AMLO en su alocución durante el 75° periodo de sesiones de la Asamblea General de la ONU el 22 de septiembre de 2020: las tres primeras transformaciones fueron: “… la independencia, […] la reforma y […] la revolución y ahora estamos empeñados, comprometidos en llevar a cabo la Cuarta Transformación de la vida pública del país, sin violencia y de manera pacífica”.
Hoy, cuando Claudia Sheinbaum ha sido elegida como presidenta de México, América Latina celebra con júbilo tal acontecimiento. Desde las guerras de independencia los destinos de México han estado indisolublemente ligados a la de sus hermanos del sur.
Colombia (la Grande), fundada por el Libertador Simón Bolívar, fue el primer país que reconoció la independencia de México, el primero que envió un diplomático y fue el primer país con el que México firmó un tratado de Unión, Liga y Confederación.
Los esfuerzos de Bolívar por la unidad latinoamericana tuvieron en el presidente mexicano Guadalupe Victoria y su canciller Lucas Alamán, sus más firmes aliados. En Tacubaya, México, se intentó dar continuidad a los esfuerzos no concretados en Panamá en 1826.
No obstante, los gobiernos neoliberales (bajo mandato de Washington) que comenzaron a gobernar México en las postrimerías del siglo XX, condujeron a un alejamiento ostensible del país con América Latina. Fue precisamente el presidente López Obrador quien retomó los ideales de integración regional que propugnaron Bolívar y Victoria.
Ahí está su impronta: recuperación y revitalización de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC) bajo el manto integracionista del Libertador Simón Bolívar; rechazo absoluto sin cortapisas al ilegal bloqueo estadounidense contra Cuba: no aceptación y negativa a inmiscuirse en los asuntos internos de Venezuela; supremo esfuerzo por salvaguardar la integridad personal del presidente boliviano Evo Morales tras el golpe de Estado de 2019, permitiendo dar continuidad al proceso político de ese país; rompimiento de relaciones con Ecuador ante la ilegal incursión en la Embajada de México en Quito violatoria de todos los preceptos del derecho internacional; apoyo irrestricto a todos los procesos democráticos de la región sin inmiscuirse en la dinámica política interna; enaltecimiento y respeto inconmensurable a Salvador Allende como ícono de la democracia popular y la defensa de la soberanía nacional en nuestra región…y hay mucho más.
En el tercer debate entre los candidatos presidenciales, realizado el pasado 19 de mayo, Claudia Sheinbaum, citando a Mario Benedetti, recordó que “el sur también existe”. En ese sentido, afirmó que “…vamos a seguir ampliando las relaciones con América Latina y el Caribe, y el fortalecimiento de la CELAC”.
Es lo que esperamos los países y pueblos del sur porque como le escribió Bolívar al líder mexicano Agustín de Iturbide en carta fechada el 10 de octubre de 1821: “En el mal la suerte nos unió; el valor nos ha unido en la desgracia; y la naturaleza, desde la eternidad, nos dio un mismo ser para que fuésemos hermanos y no extranjeros…”.
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