La extensa rama industrial de fabricantes de armamentos, favorecida de la prolongación de la criminalidad dentro y fuera del país, comercializa cada año unos 49 000 millones de dólares y mantiene una estrecha y añeja alianza con el Gobierno.
Como resultado de poderosos esfuerzos de lobby, de presión para influir en las legislaturas, esta industria ha estado efectivamente desregulada durante décadas, debido a una constelación de leyes débiles, advertencias restrictivas sobre la autoridad reguladora (la Oficina de Alcohol, Tabaco, Armas de Fuego y Explosivos, ATF) y una falta general de voluntad política para abordar seriamente los problemas evidentes sobre cómo los fabricantes, importadores, y los distribuidores pueden operar.
El lobby de las armas liderado por la Asociación Nacional del Rifle (NRA) se despliega habitualmente después de tiroteos masivos en un intento de socavar los llamados a una reforma sensata de las armas.
Se apoyan en la Segunda Enmienda constitucional, dictada hace unos 220 años en un contexto muy diferente, la cual establece el derecho de los ciudadanos a portar armas de fuego y sirve de barrera contra los intentos de establecer controles sobre estas.
La Corte Suprema de Estados Unidos ha afirmado que ese es un derecho individual que tienen todos los estadounidenses, aunque también declaró que tal derecho no es ilimitado.
Cada año, la industria de las armas recauda unos 9 000 millones de dólares, mientras que la tenencia de armas y la violencia armada mata cada 12 meses a unas 40 000 personas en Estados Unidos y hiere al doble. Es un momento en que la violencia armada se ha convertido en la principal causa de muerte de niños y adolescentes.
El país experimenta tasas de violencia armada que ninguna otra nación de altos ingresos se acerca siquiera a igualar.
Los fabricantes de armas saben lo letales que son sus productos, pero prefieren seguir anteponiendo sus ganancias a salvar vidas. Durante las últimas dos décadas, esos ingresos se han disparado. Al mismo tiempo, también lo han hecho las tasas de violencia armada.
Durante la administración de George W. Bush, la industria armamentística obtuvo importantes victorias legislativas. En 2004, el Congreso dejó que caducara la prohibición federal de armas de asalto, permitiendo la venta de tipos de rifles semiautomáticos y cargadores de alta capacidad, que estaban previamente restringidos.
Al año siguiente, Bush firmó la Ley de Protección del Comercio Legal de Armas, la cual establece que los fabricantes y comerciantes de armas no pueden ser demandados por los daños causados por el “uso criminal indebido o ilegal de productos de armas de fuego”. Además, se permitió a los fabricantes de armas comercializar y vender sus armas sin tener en cuenta quién las compraría.
Se dice que la industria armamentística moderna renació después del tiroteo de 1999 en la escuela Columbine, en el estado de Colorado. Luego, la elección de un presidente negro, Barack Obama, y múltiples teorías conspirativas marcaron otro punto de inflexión en el crecimiento de la industria de las armas. Temores y racismo en ese resurgimiento.
La industria pasó de haber vendido aproximadamente unos siete millones de unidades en un solo año, antes de que Obama fuera elegido, a una entidad que cuando él concluye su presidencia ya vendía casi 17 millones de unidades, muchas de esas armas eran el fusil AR-15.
Para el año 2020, bajo la presidencia de Donald Trump, esa industria llega a vender casi 22 millones de unidades. Es decir que cuadruplicó su tamaño en menos de una década y media.
Contribución a la delincuencia internacional
Algunos de los fabricantes de armas más antiguos producen armas para uso militar. Remington y Colt hicieron fusiles M4 para el ejército y, tras la invasión estadounidense a Irak, pistolas Smith & Wesson fueron adquiridas por el Gobierno para enviarlas a las Fuerzas Armadas de EEUU en el país mesopotámico.
Parte de esas armas han alimentado la criminalidad en terceros países. Desde 2021 el Gobierno de México demandó a los fabricantes y distribuidoras de armas estadounidenses por facilitar, con “prácticas comerciales negligentes e ilícitas”, el tráfico de armas de estilo militar a los cárteles de la droga mexicanos.
Cada día, en promedio, más de 500 de esos artefactos letales cruzan ilegalmente la frontera hacia México.
Como parte del floreciente negocio, también aumentan en territorio estadounidense los expendios de armas y el número de personas con licencia para operar como traficantes de armas. Si bien en 2009 había cerca de 47 500 comerciantes de armas con licencia, esta cifra aumentó a más de 55 900 en 2018.
Por añadidura, esos comerciantes no están obligados a informar a la ATF sobre el volumen de sus ventas, y se conoce que esos vendedores autorizados pierden por robos aproximadamente 18 700 armas de fuego cada año, lo que subraya una importante amenaza a la seguridad, ya que las armas a menudo terminan en las manos equivocadas sin someterse a verificaciones de antecedentes.
Producción de armas libre de controles
Como consecuencia, la industria armamentística de Estados Unidos en la práctica no está regulada. Las leyes que rigen el funcionamiento de estos negocios son porosas y débiles. La agencia federal encargada de supervisar la industria, la ATF, ha carecido históricamente de fondos suficientes y ha sido políticamente vulnerable, lo que hace que sea casi imposible que la agencia lleve a cabo actividades de supervisión regulatoria consistentes y efectivas.
El resultado de esta constelación de leyes débiles, falta de recursos y de voluntad política para apoyar la regulación de los fabricantes de armas es que la industria
que produce y vende armas mortales a consumidores civiles ha operado durante décadas con una supervisión mínima del Gobierno federal.
Las últimas innovaciones de la industria solo han hecho que las armas actuales sean más peligrosas que nunca. Se fabrican productos cada vez más mortíferos, incluidas armas de estilo militar, de alta capacidad y hasta armas fantasmas, aquellas diseñadas para ocultarse, imposibles de rastrear y que ayudan a eludir la verificación de antecedentes.
Asimismo, han diseñado fusiles AR-15 que pueden modificarse caseramente en minutos para eludir las regulaciones en estados que han prohibido las armas de asalto.
Según los datos de antecedentes y los registros de fabricación del NICS (Sistema Nacional Instantáneo de Verificación de Antecedentes Penales), se estima que hay 393 millones de armas de fuego de propiedad civil en Estados Unidos, pero solo poco más seis millones de ellas estaban registradas.
Las estimaciones muestran que 83 millones de personas poseían al menos un arma de fuego en 2023, incluyendo muchas de alto calibre, totalmente automáticas y con silenciadores; armas que se pueden adquirir fácilmente gracias a “vacíos legales” en tiendas, ferias y exhibiciones de armas.
¿Es que no hay modo de prevenir la violencia armada?
La industria armamentista debería tener la responsabilidad de tomar medidas afirmativas para ayudar a garantizar que las armas que coloca en las comunidades de Estados Unidos y el extranjero no sigan causando daños devastadores.
Expertos arguyen la viabilidad de implementar y estandarizar mecanismos de seguridad con sentido común, que salven vidas y desarrollar armas inteligentes que solo puedan ser operadas por usuarios autorizados.
En un artículo de octubre de 2015 en Huffington Post, el experto Howard Fineman señalaba que “una mezcla tóxica de historia, cultura, política y dinero está evitando -y continuará evitando- que se restrinja la tenencia privada de armas de fuego”.
Numerosas entidades y organizaciones progresistas tratan infructuosamente de promover políticas de prevención de la violencia armada que afecta a todas las comunidades de Estados Unidos, a los jóvenes negros, latinos, musulmanes y otros, quienes experimentan las tasas más altas de homicidios armados.
Sin embargo, no se examina este flagelo atendiendo también al papel y la influencia política corruptora de los fabricantes de armas.
Menos aún se atiende al trasfondo de inequidad racial y del racismo sistémico en este campo, ni existen adecuados programas de prevención de la violencia y de servicios a las víctimas, ni serios programas para cerrar las lagunas jurídicas existentes sobre las armas, ni medidas para impedir su avalancha en el mercado criminal y de los traficantes.