Por Pascual Serrano
Estos son los hechos:
La ganadora de las elecciones ha sido la abstención. El 50,77% por ciento de los europeos no fue a votar. Es un dato que no suelen nunca dar, pero es importante porque muestra el grado de interés y confianza que tiene la población en su sistema político.
El grupo político ganador es el de la derecha tradicional, el Partido Popular Europeo (PPE), con 185 escaños, casi una decena más que en la legislatura anterior. El segundo grupo es el socialdemócrata, los Socialistas y Demócratas (S&D), con 137 con diputados.
Se ha producido un auge de las formaciones de extrema derecha y ultranacionalistas. Son el partido más votado en Francia, Italia, Austria y Bélgica, y el segundo en Alemania. Su grupo parlamentario suma 130 escaños, el 18%. Y todavía habría que sumar otros partidos nacionalistas, como el del gobernante Orban, en Hungría.
Los Verdes, en plena euforia medioambientalista contra el calentamiento global, retroceden del cuarto al sexto grupo, se quedan con 53 diputados (7,36% de los votos). Menor todavía es la representación del grupo de La Izquierda, con un 5% de los votos.
Entre las primeras reacciones se encuentran la convocatoria de elecciones legislativas del primer ministro francés Emmanuel Macron, y la dimisión de la líder de Sumar, Yolanda Díaz, el nuevo proyecto de izquierdas español que agrupaba a numerosas organizaciones, tras quedarse por debajo de sus expectativas con tan solo 3 diputados.
Estas son mis interpretaciones:
La abstención. A pesar de que una gran cantidad de legislaciones, decisiones y presupuestos nacionales se deciden en la Unión Europea, los ciudadanos no perciben la democracia en sus instituciones. Al frente del gobierno europeo está la Comisión Europea, donde cada comisario tiene una responsabilidad temática. Esos cargos se eligen en negociaciones, en despachos, ni los europeos conocen sus nombres ni los han votado. El ejemplo más claro es el de la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, una persona que no se presentó a las elecciones y que, parece, se mantendrá en su cargo conseguido con el apoyo tras negociaciones entre socialdemócratas y conservadores. En esta legislatura ya señaló que su objetivo era volver a ser la presidenta. Ya fuera por acuerdo similar al actual, o por acuerdo entre conservadores y ultraderecha, según el resultado electoral. Es decir, iba a ser seguro la presidenta de la Comisión Europea. Ayer anunció la victoria de su grupo conservador 50 minutos antes de la hora que establecía la legislación europea para informar de los resultados, momento en que se haría público para todos los europeos porque había que esperar al cierre de las urnas en todos los países.
La caída de la izquierda. Es evidente que la izquierda no ha recogido el descontento ciudadano, que ha ido a parar a la abstención o a la ultraderecha. La izquierda, junto con Los Verdes, ha apoyado sin fisuras todas las sanciones a Rusia que solo han provocado problemas económicos en Europa, especialmente energéticos y, todavía más, en la locomotora industrial que es Alemania, un país que no está teniendo ningún crecimiento económico actualmente. También han apoyado o mirado para otro lado mientras se han destinado grandes cantidades económicas en armamento para Ucrania y se han disparado los presupuestos militaristas de la UE. Todo ello dinero que se ha tenido que restar de prestaciones y recursos sociales para los europeos.
Las políticas migratorias también han sido un problema para la izquierda. De nada sirve ir de humanitario con pancartas de “Welcome refugiados” si esos refugiados los hemos generado nosotros con nuestras agresiones de la OTAN en países como Siria o Libia. Una OTAN cuya salida de la organización ha dejado de ser argumento en la izquierda.
Algo similar está sucediendo con la emigración económica. Una izquierda urbana, ilustrada y acomodada habla de diversidad cultural, respeto a minorías religiosas, sexuales y étnicas, sin dar solución al empobrecimiento de barrios populares con la llegada de emigrantes, el choque cultural que la emigración islámica está suponiendo en algunas barriadas urbanas o el empeoramiento de las condiciones laborales ante una oferta laboral de emigrantes no organizados dispuestos a aceptar cualquier condición de trabajo.
El discurso medioambiental también se ha vuelto contra la izquierda y los ecologistas. Subir los impuestos al diésel, señalar a los que compran carne barata en los grandes almacenes o sancionar a quien no separa la basura en media docena de clasificaciones no es el mejor modo de conseguir adhesiones. Más todavía, si los ricos se les subvencionan 10.000 euros para comprar un coche eléctrico, se les permite viajar en sus yates y sus jets privados y el gasto en armamento no se contabiliza para el cálculo de las emisiones de CO₂.
El voto a la ultraderecha. Es evidente que ante el descontento popular que hemos señalado, los beneficiarios serían las ultraderechas. Unas ultraderechas que, como las latinoamericanas, no contemplan ninguna solución válida, ni viable y menos todavía justa, pero que han sabido identificar las demandas y frustraciones para cosechar votos. Una vez más, la historia está demostrando que el principal oxígeno para la ultraderecha no es tener algún mérito, sino aprovechar los deméritos de la izquierda.
La ultraderecha ha denunciado el castigo de las medidas medioambientales a la clase trabajadora, se ha opuesto, incluso donde gobernaba, a las sanciones a Rusia que perjudicaban a los ciudadanos (Orban), ha advertido con preocupación de la escalada militarista (Salvini) y ha denunciado la burocracia de las instituciones europeas.
Airear durante meses el espantajo de que viene la ultraderecha, como hace la izquierda, no sirve para frenarles. El ciudadano harto busca una opción para expresar su indignación, si no se le resuelven los problemas ni existe una alternativa de izquierda se le empuja a la ultraderecha. Y si, ante eso, la reacción de la izquierda es llamarla fascista e insultarle por votar mal, poco se conseguirá.
Solo nos quedará el consuelo de que ese voto a la ultraderecha es absolutamente volátil, esos votantes no son de ultraderecha, y menos todavía son fascistas, en poco tiempo abandonarán esos partidos. El problema es el retroceso en derechos y libertades que, mientras tanto, se provoque.
La única vía de regeneración es que la izquierda abandone el entorno elitista, universitario, urbano, multicultural, identitario y acomodado en el que se ha instalado, y vaya a los barrios populares, a las zonas rurales y a los polígonos industriales y escuche los problemas verdaderos de la gente. Pero eso no se hace desde Tik Tok ni Instagram, sino con asambleas y gente que se dé las manos y junte los puños.