Por Manu Pineda
Pero si desplegamos el mantel de los hechos y observamos con mirada crítica lo que de verdad hay sobre la mesa, surge una pregunta incómoda: ¿Y si todo esto no fuera más que una narrativa cocinada desde los áticos del poder para distraernos del verdadero festín de la desigualdad y la explotación?
Preguntémonos con sinceridad: ¿Quién de nosotros ha sufrido un problema real y significativo causado por una persona inmigrante? ¿Más que con el turista borracho que vandaliza el barrio, el especulador que acapara viviendas o el empresario “de éxito” cuya fortuna se levanta sobre la precariedad de los demás? La respuesta sincera es casi siempre la misma: no, los inmigrantes no son el problema.
¿Quién encarece la vivienda? ¿El joven senegalés que duerme en una habitación compartida tras doce horas repartiendo comida en bicicleta, o el fondo buitre que compra edificios enteros, los mantiene vacíos o los alquila a precios abusivos, convirtiendo un derecho en mercancía de casino financiero? La balanza, sin duda, se inclina hacia los segundos.
Desde las derechas que se disfrazan de moderadas hasta las que enarbolan sin complejos el racismo, la xenofobia y el clasismo, se ha perfeccionado una maquinaria narrativa que funciona a la perfección en España, Europa y Estados Unidos: la de crear un enemigo débil, vulnerable y visible al que culpar de todo.
El objetivo es claro: desviar la rabia social hacia abajo. Señalar al migrante que:
- Trabaja en condiciones de semi-explotación, sosteniendo sectores clave como la agricultura, los cuidados, la hostelería o el reparto.
- Madruga más que nadie, garantizando con su esfuerzo el funcionamiento diario de nuestras ciudades.
- Paga impuestos, incluso si su situación es irregular, contribuyendo al sostenimiento de lo público.
- Aporta a sistemas sociales (como pensiones o sanidad) que muchas veces no puede disfrutar plenamente.
- Arriesgó su vida para escapar de la miseria, la violencia o la guerra, muchas veces provocadas o alimentadas por las políticas económicas, comerciales o militares de las potencias occidentales.
Se nos invita a ver como amenaza a quien llega con una maleta cargada de sueños y necesidades, mientras los verdaderos causantes del empobrecimiento colectivo operan con total impunidad desde sus áticos de privilegio.
Los verdaderos responsables de nuestra precariedad no viven en los barrios obreros ni llegan en patera. Son los que defienden figuras como Isabel y Santiago, símbolos de una élite política y económica que se perpetúa en el poder gracias al miedo, la mentira y la división.
Son: • Los explotadores globales, que precarizan al trabajador autóctono y al migrante por igual, violando derechos y esquivando convenios. - Los evasores profesionales, que ocultan fortunas en paraísos fiscales mientras recortan en servicios públicos.
- Los corruptores de la democracia, que compran voluntades políticas, financian campañas con dinero opaco y cosechan favores institucionales a medida.
- Los especuladores del bienestar, que convierten la vivienda, la educación y la salud en activos financieros, provocando desahucios, expulsiones y pobreza.
La estrategia es tan vieja como eficaz: hacer que los de la planta baja (trabajadores autóctonos, autónomos, clase media precarizada) se enfrenten a los del sótano (inmigrantes, excluidos, desposeídos). Mientras tanto, los de arriba siguen robando en paz.
Que el trabajador precario culpe al inmigrante de “quitarle el trabajo”, y no al empresario que externaliza, despide o incumple convenios.
Que el joven sin acceso a vivienda vea una amenaza en quien mendiga un techo, y no en el fondo buitre que retiene pisos vacíos.
Que nos enfrentemos entre iguales, consumidos por el miedo, el odio o el resentimiento, para no mirar hacia arriba, hacia el ático.
Y en ese ático, los verdaderos depredadores observan satisfechos, blindados por sus leyes, sus medios y sus cómplices políticos. Mientras nos peleamos abajo, ellos acumulan riqueza, impunidad y poder.
La conclusión es clara y urgente: no podemos permitir que nos dividan ni que nos engañen más. No podemos culpar al que huye del hambre o de la guerra -provocadas muchas veces por el mismo sistema que nos empobrece a nosotros. El enemigo no tiene acento magrebí, subsahariano o latinoamericano: habla desde consejos de administración, despachos de lobby y juntas de accionistas.
Sus decisiones, tomadas en nombre del “mercado” y el “beneficio”, provocan guerras, migraciones forzadas, desahucios, exclusión y crisis climáticas.
Ese enemigo suele tener apellidos compuestos, raíces familiares en la aristocracia del capital y cuentas corrientes en paraísos fiscales. Es el capitalismo depredador, globalizado y sin patria. El que vive en áticos pagados con favores institucionales y relaciones de poder. El que se disfraza de modernidad mientras reproduce desigualdad.
Isabel (la Católica, figura del colonialismo y la exclusión) y Santiago (Matamoros, símbolo de la violencia religiosa y supremacista) no fueron jamás patrones de los humildes, sino de quienes los explotan y marginan. Sus herederos hoy continúan esa tradición de dominación: protegen a los poderosos, dividen a los de abajo, y señalan siempre al más débil como chivo expiatorio.
Frente a esta estrategia de división, solo hay un camino posible: la solidaridad internacionalista de clase. Porque el trabajador autóctono y el migrante comparten el mismo suelo inestable de precariedad y abuso. Y es el mismo poder el que los oprime a ambos.
La lucha debe ir dirigida hacia quienes concentran la riqueza, privatizan derechos y secuestran la democracia. Solo cuando dejemos de mirar con recelo al vecino del sótano y alcemos, unidos, la mirada hacia el ático, podremos empezar a cambiar las reglas del juego.
El problema nunca estuvo en la maleta del recién llegado, sino en las cuentas opacas, los privilegios blindados y las decisiones impunes de quienes se benefician de nuestra división.