Por Rosa Miriam Elizalde
El argumento fue ridículo. Alegó el supuesto peligro de las relaciones de Cuba con otros adversarios extranjeros como China o Rusia, que podrían usar la isla de pasarela para hackear la red estadounidense.
La red Arcos-1, que pasa a 32 kilómetros de La Habana y ha estado activa por más de dos décadas, conecta a 24 puntos de anclaje a Internet de 15 países del continente, la mayoría con relaciones fluidas durante mucho tiempo con los adversarios extranjeros que desvelan a Washington.
Nadie se conecta a Internet invocando palabras mágicas. Por lo menos se requieren tres condiciones: la red de telecomunicaciones, las computadoras o equipos electrónicos que dialogarán con sus pares en el mundo y una cultura del uso de estas tecnologías. Si se vive en una isla, se necesita más que en cualquier otro lugar de cables submarinos para enlazarse a las redes continentales.
De hecho, el 99 por ciento del tráfico de datos en todo el mundo, tierra firme o no, navega a través de cables por debajo del agua, la mayoría de fibra óptica, que suman más de un millón de kilómetros.
Internet fue pensada como una red donde la información transita por caminos alternativos, para garantizar la vitalidad de la circulación de los datos. Su nacimiento se debe a la orden que emitió en 1962 el presidente John Kennedy, tras la llamada Crisis de Octubre o Crisis de los Misiles que evidenció la vulnerabilidad de los sistemas de mando y control unidireccionales en caso de ataque nuclear.
Sin embargo, la redundancia de la red tiene hoy más limitaciones que cuando surgió Internet, porque casi todos los cables de fibra óptica conducen a Estados Unidos, donde se encuentra la columna vertebral de la red de redes.
Esta estructura desbalanceada de los cables que constituyen Internet hace que cualquier información que se transmita desde América Latina hacia Europa, incluso si es enviada desde un servicio en la Patagonia y desde servidores locales, pase casi siempre por el NAP de las Américas, ubicado en Miami.
Además, los grandes caños de fibra óptica que cruzan los océanos son propiedad de un puñado de corporaciones ligadas a los servicios de inteligencia, como mostró en sus revelaciones el ex agente de la inteligencia estadounidense Edward Snowden.
Por tanto, no es Cuba quien tiene una larga y documentada tradición de hackeo, espionaje y control de Internet. Sin ir más lejos, un informe de investigación conjunta publicado en septiembre de 2023 por el Centro Nacional de Respuesta a Emergencias de Virus Informáticos de China y la compañía de seguridad de Internet Qihoo 360 Technology, acusa a la Agencia de Seguridad Nacional de Estados Unidos de haber dirigido más de 10 mil ataques cibernéticos contra China, con la sustracción de 140 gigabytes de datos relevantes.
Es imposible demostrar que Cuba resulta una amenaza de ciberseguridad en estas condiciones. Lo relevante aquí es que el Departamento de Justicia admite por primera vez, mediante una recomendación burocrática, que Washington impide la conexión al cable submarino, por lo que quizás algún día reconozcan que entre sus muchos bloqueos a la isla está también la imposibilidad de adquirir tecnología informática y las enormes dificultades para acceder a los servicios digitales.
Vale la pena repasar los principales hitos de la guerra digital de Estados Unidos contra Cuba, para entender la entraña torcida de esta historia. Mientras Europa y la mayoría de los países de América Latina comenzaron a conectarse a Internet a mediados de los años 80 del siglo pasado, Cuba estuvo sometida durante más de una década a una política de “filtración de ruta” de la National Science Foundation (NCF) que bloqueaba los enlaces desde y hacia la isla en territorio estadounidense.
Durante el “Período Especial” -la crisis que sobrevino tras el derrumbe de los procesos socialistas en Europa del Este a inicios de los años 90 del siglo pasado-, la situación cambió dramáticamente. Estados Unidos calculó que el socialismo en Cuba tenía los días contados y apostó por una “glasnost digital”, con una tubería de propaganda estadounidense que facilitara el deseado cambio de régimen en Cuba por el que ha apostado Washington durante más de 60 años.
Desde 1996 y gracias a una normativa conocida como Ley Torricelli o Ley para la Democracia de Cuba, fue posible la conexión de la isla a Internet, pero sólo para acceder a contenidos informativos, porque hay límites leoninos a las prestaciones que puede disfrutar un usuario cubano.
Las administraciones demócratas y republicanas mantuvieron en pie estas políticas, aunque Donald Trump aplicó una estrategia de “máxima presión” para asfixiar la economía cubana, que ha mantenido el gobierno de Joseph Biden. Ambos presidentes han estimulado a segmentos de la ultraderecha cubana en Estados Unidos, que participaron activamente en la creación de grupos privados y públicos en Facebook, la plataforma más popular en la isla, para intoxicar la agenda pública nacional.
Se ha documentado que estos grupos incitaron a las protestas de julio de 2021 en Cuba, las más masivas que se recuerdan en el país caribeño. El investigador estadounidense Alan Macleod se infiltró en uno de estos grupos y demostró que residen en la Florida los principales incitadores de los disturbios en San Antonio de los Baños, la ciudad por donde comenzaron las revueltas.
“La participación de ciudadanos extranjeros en los asuntos internos de Cuba está en un nivel que difícilmente pueda concebirse en los Estados Unidos”, escribió Macleod en MintPress News, en octubre de 2021.
Cualquier investigador puede encontrar suficiente evidencia sobre el papel del gobierno de Estados Unidos en la campaña #SOSCuba, que generó miles de retweets en los días previos y durante las protestas del 11 de julio de 2021. La iniciaron y amplificaron operadores vinculados a organizaciones que reciben financiamiento del gobierno federal.
Desde enero de 2017 hasta septiembre de 2021, se ha documentado que al menos 54 grupos que operaron programas en Cuba, recibieron financiamiento del Departamento de Estado, la Agencia Internacional de Desarrollo de Estados Unidos (USAID) o la National Endowment for Democracy (NED).
Estos programas duran de uno a tres años y los montos oscilan entre medio millón y 16 millones de dólares. La Casa Blanca se jacta continuamente de sus esfuerzos para identificar, reclutar, capacitar, financiar y desplegar personas y organizaciones que impulsen el cambio político dentro de la Isla.
Hoy 7,5 millones de cubanos (más del 70 por ciento de la población) están conectados a Internet, pero no pueden ver Google Earth, ni usar el sistema de videoconferencia Zoom, ni descargar softwares gratuitos de Microsoft, ni comprar en Amazon, ni adquirir dominios internacionales que parezcan favorecer el turismo hacia la isla, por mencionar algunos de los más de 200 servicios y aplicaciones bloqueados.
Cuando los proveedores de Internet detectan un acceso desde Cuba, estas empresas, estén en California, Madrid, París o Toronto, actúan como embudo y advierten que el usuario se conecta desde un “país prohibido”.
Como parte de su política para el “cambio de régimen” en Cuba, el gobierno de Estados Unidos, en pleno alineamiento bipartidista, ha intensificado en los últimos años el uso de técnicas de manipulación informativa en correspondencia con el despliegue vertiginoso del nuevo paradigma comunicacional, el dominio que ejerce sobre las plataformas algorítmicas globales y la identificación de oportunidades y debilidades en la sociedad cubana durante el proceso de transición hacia el escenario digital.
Ha priorizado la asignación de recursos financieros, tecnológicos y humanos con fines subversivos y ha adoptado medidas en el entramado normativo del bloqueo para facilitar el despliegue del componente comunicacional en la guerra no convencional contra Cuba, todo lo cual refuerza cada vez más los instrumentos característicos de la guerra cognitiva, según la denominación conceptual elaborada por sectores académicos, militares y políticos.
Mientras, las autoridades cubanas han ganado conciencia sobre el colosal reto que representa este nuevo escenario para la seguridad y defensa nacional, por lo que han convocado a una mayor movilización política y comunicacional y a la acción cohesionada del Estado y de todo el pueblo para contrarrestarlo.
Por tanto, casi se agradece la declaración pública del Departamento de Justicia que afirma por las claras que es el gobierno de Estados Unidos el que impide la conexión de la isla a la red Arcos-1 que enlaza a los países caribeños.
Quizás por este camino Washington se anime a reconocer que ha sido y sigue siendo el enemigo número uno del acceso de los cubanos a Internet.