Por Rosa Miriam Elizalde
La estrategia publicitaria para convertir cada éxito de Cuba en un fracaso tiene una interesante peculiaridad: opera por rachas continuas, por periodos breves e intensos en los que se instala un eje temático.
Desde la supuesta llegada a Caracas de 32 vuelos desde La Habana para intervenir en las elecciones venezolanas, las inexistentes bases militares chinas en territorio cubano, la presencia de submarinos rusos con armamento nuclear en la bahía de La Habana que no tuvo lugar en la realidad, el pretendido fracaso de Cuba en la Olimpiada de París, todo está encaminado a la producción de “agenda”.
El vértigo con que las ocurrencias publicitarias se suceden sugiere que ninguna de ellas alcanza un mínimo de potencia en la opinión pública: su objetivo no es esencialmente modificar opiniones, sino la instalación de una realidad paralela, la agitación de prejuicios, la persistencia del odio como fuente excluyente de legitimidad de un gobierno que conduce el país en su peor crisis económica y bajo cerco permanente.
El último grito de esta moda, sin embargo, parece estar cruzando una barrera y comenzando la transición a un periodo nuevo, negar de plano la realidad, ignorar la evidencia de los hechos que han corroborado millones de espectadores asistentes a los Juegos Olímpicos.
Cuba no sólo fue el país de América Latina con mayor cantidad de medallas alcanzadas, superada sólo por Brasil, sino que es cubano el jugador que por primera vez en la historia logra cinco medallas consecutivas en Olimpiadas en una misma disciplina, Mijaín López. Ni Bolt ni Phelps ni Lewis ni otras leyendas del deporte lograron lo que Mijaín.
Debutó en Atenas 2004 y de Pekín 2008 a París 2024 se llevó los oros en lucha grecorromana, una disciplina que se practicaba en el mundo clásico antes del nacimiento de Jesucristo y en la que desde la instauración de los Juegos Olímpicos ningún otro gladiador mantuvo el cetro por tantos años.
Hasta que apareció Mijaín, compendio de la cultura y de las idas y venidas de la historia nacional: negro con nombre ruso, conocido en toda Cuba como el Gigante de Herradura, porque mide 1.93 metros, pesa 130 kilogramos y nació en un pueblito de ese nombre con apenas 10 mil habitantes, que no existía en el mapa hasta que colonos estadounidenses descubrieron sus fértiles tierras y se instalaron allí a inicios del siglo XX.
Su familia desciende de africanos que trabajaron toda su vida para los blancos ricos de aquella zona hasta que se alfabetizaron con la revolución de 1959 y, gracias a ella y a los planes de extensión del deporte a cada localidad del país, mientras el padre, Bartolo, labraba la tierra, Mijaín y sus dos hermanos cosechaban medallas en campeonatos nacionales e internacionales de boxeo y lucha grecorromana.
Y ese deportista cubano fue el seleccionado para representar en París a los atletas de las Américas en el acto de clausura de los Juegos Olímpicos.
Pero con esa actitud de desprecio al prójimo, de culto a la violencia que se solaza en el sufrimiento ajeno, no pocos medios y agencias, además de la jauría del ciberespacio, les escamotean la medalla a Mijaín y a los demás atletas olímpicos de Cuba. Con indignación leemos por todos lados el “fracaso esperado”, “peores olimpiadas para Cuba”, “declive”, “crisis deportiva”, “naufragio” y otras lindezas y como nota al pie, insignificante, los resultados que ya habrían querido tener la mayoría de las naciones de este planeta.
El filósofo y urbanista francés Paulo Virilio anticipó en el libro Cibermundo, la política de lo peor (1997), una larga entrevista con su compatriota Philippe Petit, que “llegará el día en que la realidad virtual vencerá al mundo real… El cuerpo propio dejará de existir en beneficio del cuerpo espectral, y el mundo propio en beneficio de un mundo virtual”.
Por decir estas cosas, que son el pan nuestro de cada día, Virilio fue acusado hace 30 años de apocalíptico.
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