Por José Ernesto Nováez Guerrero
Corría el año 321 a.c. y en el sur de Italia se enfrentaban los ejércitos de la entonces joven República romana con los samnitas, pueblo asentado en la región desde larga data. La batalla fue violenta, en un lugar conocido como las Horcas Caudinas, un espacio entre dos pasos de montaña estrechos, rodeado de profundos barrancos y colinas estrechas. A pesar de su poderío, las fuerzas romanas fueron derrotadas. Los vencedores, en lugar de asesinarlos, los sometieron al yugo, la burla y el escarnio. Fue tal la vergüenza de los vencidos que la batalla se inscribió como una de las páginas más tristes de la historia romana.
Desde entonces, la expresión pasó al imaginario colectivo como expresión de someterse y hacer por la fuerza lo que uno no quería hacer, sufriendo adicionalmente una considerable humillación. No basta con la victoria física, sino que se persigue también una victoria moral, una derrota total sobre todas las capacidades de resistencia del vencido.
Este es el objetivo del dilatado y agónico proceso al que ha sido sometido Julián Assange. La justicia británica tiene en sus manos la decisión de mantenerlo en el Reino Unido o extraditarlo a Estados Unidos, donde deberá enfrentar hasta 18 delitos de espionaje e intrusión informática, por las revelaciones que hiciera entre 2010 y 2011 el portal Wikileaks sobre los crímenes de guerra cometidos por EE.UU. en Irak y Afganistán.
Pero no solo eso, desde su surgimiento Wikileaks ha sido un espacio para exponer la corrupción de las cloacas políticas occidentales y, sin embargo, ni uno solo de los políticos expuestos enfrenta cargos en sus respectivos países. Por el contrario, Assange desde hace doce años vive acosado por numerosos procesos en su contra, no solo los pendientes en Washington, sino también los supuestos delitos de crímenes sexuales abiertos y luego archivados en Suecia en 2017. Y todo esto frente al silencio tendencioso y oportunista de los grandes medios, que no solo han invisibilizado la situación de Assange, sino que la han abordado desde lecturas oportunistas y sesgadas, tendientes a reforzar el asesinato simbólico y la desnaturalización del proceso.
La agonía de Julián Assange es uno de los símbolos de la crisis moral por la cual atraviesa Occidente. Puesto frente a sus propios demonios, prefiere perseguir y atormentar a aquel que carga el espejo, antes de asumir críticamente su naturaleza.
Es también la expresión de cuánto el modelo de medios e industrias culturales construido para sustentar y reforzar la hegemonía del capital se ha ido vaciando de cualquier apariencia de neutralidad y veracidad. La espectacularización, la simplificación y la mentira (teorizada por los ideólogos burgueses como postverdad) se han convertido en la lógica de funcionamiento de un entramado multimillonario que parece ser una macabra combinación de los orwellianos ministerios de la verdad y la paz.
Una expresión usualmente atribuida al magnate mediático norteamericano William Randolph Hearst reza: las malas noticias son buenas noticias. Para este esquema de prensa, las guerras, muertes, cataclismos, fundamentalismos, son útiles para mantener una audiencia sostenida sobre la base del amarillismo y el show. Sin embargo, la verdad expuesta por Wikileaks nos recuerda que todo este show puede no ser más que una cortina de humo, usada para esconder intereses mezquinos y bajas agendas del poder.
El resultado final de esta agenda es un mundo, como el actual, donde cada vez hay más medios, canales de TV, sitios de noticias, periódicos, pero cada vez hay menos pluralidad discursiva, menos periodismo honesto de investigación y más propaganda ideológica vestida de análisis periodístico.
Lo que le hacen hoy a Julián Assange nos lo hacen a todas y todos. Su apuesta, como la de los vencedores samnitas, es quebrar cualquier voluntad de lucha por nuestra parte y aceptar los relatos hegemónicos donde el imperialismo invade países para salvarlos de sí mismos o “Israel” es una pobre víctima de los salvajes árabes. Cada vez más necesitamos una prensa verdaderamente crítica, que nos muestre las radiografías de un poder enfermo y socave su construcción de sentido común. Que prepare el camino para la necesaria reforma intelectual y moral que pedía Gramsci y que se hace cada vez más necesaria en el horizonte de la época.