Por Mario Patrón
Sin embargo, como sucede en cada edición, en París 2024 las grandes contradicciones políticas y sociales que atraviesan nuestro mundo también han aparecido.
Ya desde la elección de la sede, diversas voces se alzaron, sobre todo dentro de Francia, para cuestionar el costo de albergar los Juegos Olímpicos en un país que vive tensiones importantes respecto a las medidas regresivas que los gobiernos recientes han aplicado a su política social, especialmente aquella que protege los derechos de los trabajadores.
Muestra de ello han sido las expresiones y disturbios ocurridos en las calles de París durante los años y meses recientes, que cuestionaron la legitimidad de la celebración de los Juegos Olímpicos no sólo en Francia sino en cualquier otro lugar, por los efectos económicos y sociales que supone albergarlos.
Las escenas que han mostrado los desalojos forzados de personas en situación de calle e inmigrantes en París han sido expresión indignante de las políticas discriminatorias y violatorias de derechos humanos empleadas para llevar a cabo una justa olímpica que en vano se ha esforzado por presentarse ante el mundo como impoluta.
A la fuerza y con maquinarias de limpieza de por medio, centenares de personas sin hogar y sin trabajo fueron desalojadas sin que se hubiese llevado a cabo un plan de atención integral a su situación de precariedad. Pareciera que los Juegos Olímpicos son una fiesta para todo el mundo, excepto para los marginados.
En París 2024 hemos visto también los efectos del descuido de nuestra casa común, pues a pesar de las cuantiosas inversiones realizadas para limpiar el río Sena, la decisión de celebrar las pruebas de triatlón y nado en aguas abiertas ha sido motivo de polémica por el riesgo que supone para la salud de los competidores la exposición a los tóxicos presentes en aguas que año con año reciben descargas de aguas residuales, práctica que es norma en casi todo el mundo y también en la glamorosa París.
Contra ello, no ha bastado ni retrasar el calendario de esas pruebas ni el saneamiento de las aguas intentado durante meses y años recientes para garantizar la salud de los atletas. Ello es un ejemplo elocuente de la inutilidad del dinero para remediar lo que la sistemática explotación y descuido de los bienes comunes, animada por el interés económico, provocan siempre a corto, mediano o largo plazo.
Más allá de las contradicciones locales, la alta conflictividad en el plano geopolítico también se ha hecho presente de diversas maneras en la justa olímpica. Ya como una muestra de la persistencia del colonialismo de otros siglos, que hacen de Tahití el escenario del surf olímpico o como en el caso de la gimnasta Kaylia Nemour, vetada por su país de nacimiento, Francia, que cosechó un oro para su país de ascendencia, Argelia.
Pero también en otra dimensión, como en el tratamiento diferenciado que se ha hecho a los atletas provenientes de países como Rusia, Bielorrusia e Israel; pues mientras a los atletas de las primeras dos naciones se les vetó de representar a su país y sólo se les admitió bajo la figura de Atletas Individuales y Neutrales debido a la invasión a Ucrania; en contraposición la bandera y los colores israelíes han estado oficial y abiertamente representados en la justa olímpica, e incluso su himno ha sonado ya una vez, pese a que en el marco de la Corte Penal Internacional pesan acusaciones contra Israel por genocidio en el entorno de las acciones bélicas sobre Palestina, Líbano y Yemen, mismas que se mantienen mientras se celebran los juegos.
Mención aparte merece la participación del Equipo Olímpico de Refugiados, que se incluyó desde las Olimpiadas de Río 2016 (10 atletas), se mantuvo en Tokio 2020 (29), y que ahora en París 2024 integra un grupo de 37 competidores, progresión que da cuenta de la incapacidad de numerosos gobiernos locales y de la comunidad de naciones en su conjunto para atender y resolver las causas de la migración forzada en nuestro mundo.
Numerosas disputas ideológicas y sobre derechos humanos también se han suscitado en el marco de París 2024. La más notoria ha sido la participación de la boxeadora argelina Imane Khelif, quien ha sido víctima de transfobia a pesar de ser mujer en términos genéticos y biológicos. Curiosamente, mientras es venerada la amplia superioridad física sobre sus competidores de atletas varones como Michael Phelps, Usain Bolt o Armand Duplantis, la superioridad física de mujeres como Khelif es objeto de condena.
Con independencia de este caso, lo cierto es que está pendiente un debate serio y con perspectiva de derechos humanos respecto de la participación de atletas trans y la vigencia de la división de categorías masculina y femenina centrada exclusivamente en la condición genética, sin consideración de otros parámetros o categorías relevantes en nuestro momento histórico.
Los Juegos Olímpicos son sin duda la mayor fiesta deportiva, pero no podemos permitir que la alegría oculte las grandes zonas oscuras que hay detrás de este evento. Disfrutemos los días que faltan y celebremos cada logro y cada medalla conseguidos por nuestros atletas, pero no abandonemos la agenda de derechos humanos que todavía está lejos de concretarse para tener realmente unos Juegos Olímpicos justos, inclusivos, sostenibles y pacíficos.