Por Alberto Acevedo
La última estocada se produjo el 26 de febrero pasado, cuando las autoridades de esta alianza atlántica anunciaron como un hecho el ingreso de Suecia a la coalición militar más agresiva de la historia de posguerra.
La neutralidad de Suecia es la más antigua de los países que levantaron esa posición política como bandera frente a los crecientes conflictos militares de las últimas centurias. Su estatus neutral se consolidó tras las guerras napoleónicas de principios del siglo XIX.
Durante esas guerras, Suecia perdió importantes franjas de su territorio, hecho que llevó a sus gobernantes, heridos en su orgullo patrio, a optar, al término de la confrontación, por una política que fortaleciera la neutralidad. Esa política se mantuvo, a pesar de las muchas guerras desatadas durante el siglo XX. Incluso durante la Segunda Guerra Mundial.
Desde la antigüedad
Empero, la neutralidad no es un constructo político que nazca de las dos guerras mundiales o de la modernidad. La neutralidad ha existido desde la antigüedad. Y ha variado debido a factores internos diversos que gravitan en la preservación o abandono de esa postura.
A ella se llegó por un cambio de gobierno, de régimen político, por la capacidad de maniobra del grupo gobernante, por el estado de la economía que llevó a la convicción de que la neutralidad es más provechosa; por el apoyo doméstico a la estrategia internacional, las preferencias ideológicas de los líderes, la influencia de la oposición en las políticas interna y externa, en fin, por variados factores.
De la mano de Suecia, Suiza practicó una sólida política de neutralidad que fue aceptada por largo tiempo por los poderes centrales europeos, y legitimada desde el siglo XIX por el Congreso de Viena, que declaró a ese país “permanentemente neutral”.
Desde mediados de siglo y durante la primera parte del XX, la diplomacia suiza se orientó a facilitar, mediante conferencias, y establecer mediante acuerdos, las condiciones jurídicas que pudieran brindar una mayor humanización de los conflictos armados, así como a una mejor protección para los neutrales.
Actores de la neutralidad
Al colocar el acento en los compromisos de naturaleza multinacional -como en el caso de los acuerdos de paz con las FARC en La Habana-, y alcance mundial, la política de neutralidad suiza fue notoriamente diferente de la del resto de países neutrales.
Entre los países de mayor tradición de neutralidad se mencionan: España, Irlanda, Portugal, Suecia, Suiza y Turquía; en América Latina, Chile y Argentina, para un total de ocho naciones.
Algunos de estos países fueron neutrales durante la Primera y Segunda Guerra mundiales. Otros solo en la primera. Y a diferencia de los bloques de poder enfrentados, básicamente el oriental y el occidental, que se cohesionaron entre sí, no hubo en general una tradición de colaboración entre los neutrales, salvo con la experiencia del bloque de los países No Alineados (NOAL), que todavía perdura. Aunque, a decir verdad, una cosa es la neutralidad y otra el no alineamiento, conservan sutiles matices de diferencia.
Pero esa tradición de neutralidad fue minada, desarticulada por una habilidosa campaña de seducción por parte de las grandes potencias occidentales, con Estados Unidos a la cabeza, para arrastrar paulatinamente a las naciones neutrales a los conflictos armados del momento. Y servir generosamente en bandeja de plata la cabeza descuartizada de la paloma de la paz a los grandes consorcios productores de armas.
Coqueteos fatales
Es una solemne mentira, una falsificación histórica, decir que fue la intervención rusa en Ucrania la que precipitó el ingreso de países de tradición neutral a la Alianza Atlántica.
Suecia y Suiza, campeones de la neutralidad, estuvieron, durante décadas, desarrollando un dispositivo de defensa importante, su propia carrera armamentista, coqueteando en forma cada vez más desenfadada a las potencias occidentales, con las que firmaron acuerdos en materia de cooperación militar, para terminar, finalmente, en las fauces de la OTAN.
En esa perspectiva, en pocos años, Japón puso fin a 69 años de neutralidad bélica; su gobierno de turno, en 2014, debió modificar la Constitución nacional para permitir el involucramiento de tropas niponas en conflictos internacionales.
Alemania, que tras la derrota sufrida en la Segunda Guerra Mundial prometió una política exterior neutral, fue evolucionando hacia un compromiso mayor con la guerra, y terminar siendo uno de los mayores soportes del régimen fascista de Zelenski en Ucrania.
La última palabra
Finlandia, que como una obra en filigrana diseñó una política exterior independiente y, al mismo tiempo, suscribió acuerdos de paz con la Unión Soviética, con la que en 1948 firmó un Tratado de Amistad, Cooperación y asistencia Mutua, se incorporó a la Unión Europea en 1995, y en abril de 2023 lo hizo a la OTAN, poniendo fin a setenta años de neutralidad.
En paralelo, antiguos miembros del Pacto de Varsovia como Polonia y Rumania, o exrepúblicas soviéticas como Letonia y Estonia, fueron absorbidas por la Alianza Atlántica. Hungría adhirió formalmente en 1999. Georgia, Bosnia y Herzegovina, y la propia Ucrania, figuran en proceso de ingreso.
Las reacciones de pueblos y países a este proceso loco, que empuja a la humanidad hacia una nueva conflagración global, son diversas.
China ha rechazado con energía muchos de estos movimientos. Rusia ha dicho que hay unas líneas rojas que no tolerará se crucen en el cerco paulatino de sus fronteras por parte de tropas occidentales. En el viejo continente y en otros confines del plantea, crecen las manifestaciones de rechazo al expansionismo de la OTAN y a los planes de guerra de Occidente. Los pueblos del mundo, seguramente, habrán de decir la última palabra en este proceso.