La sentencia, que será dictada el próximo 11 de julio si no se presentan nuevas dilaciones, podría ir de libertad condicional a cuatro años de prisión, pero no afectaría el derecho del magnate a presentarse a las elecciones y, si resulta ganador, volver a dirigir al autodenominado faro de la democracia: la Constitución establece como únicos requisitos para contender por la Presidencia tener 35 años cumplidos, ser estadunidense de nacimiento y acumular 14 años de residencia efectiva en su territorio.
El veredicto del jurado reunido en Manhattan ha desnudado de golpe una cadena de deficiencias en el sistema político-electoral estadunidense, así como la honda fractura que recorre a esa sociedad.
Si el magnate ganara las elecciones y regresara a la Casa Blanca, quedaría en evidencia la incapacidad de las instituciones para impedir que un delincuente gobierne al país; más grave aún, se demostraría que una parte mayoritaria de la sociedad desea ser gobernada por un individuo que transgrede las leyes de manera sistemática para obtener beneficios personales.
Otra posibilidad es que Trump, como ocurrió en 2016, obtenga menos votos que su contrincante pero gane la elección gracias al sistema de sufragio indirecto usado en Estados Unidos. En este escenario, el mundo vería cómo el afán de mantener el método de colegio electoral anula la democracia en la superpotencia y la deja a merced de personajes rechazados por las mayorías, pero hábiles en la manipulación de las falencias de esa reliquia del siglo XVIII.
Una paradoja de esta situación es que probablemente Trump podría ser elegido presidente, pero se le impediría votar, ya que el derecho al voto es regulado por las legislaciones estatales y las leyes de Florida (donde está registrado) exigen que los convictos completen su sentencia para recuperar esta prerrogativa.
De este modo, incluso una sentencia de libertad condicional lo inhabilitaría. Más allá del hecho anecdótico de que un candidato no pueda votar por sí mismo, el episodio adquiere relevancia como recordatorio de las normativas adoptadas por gobiernos estatales republicanos para excluir a la población negra, cuyos integrantes son judicializados de forma desproporcionada y arbitraria.
Otro absurdo es que, de ser encarcelado, el ex presentador de televisión estaría acompañado en su celda por agentes del Servicio Secreto, obligado a resguardar a los ex presidentes en cualquier circunstancia.
Con todo, quizá el aspecto más preocupante de estos acontecimientos radique en las reacciones del amplio sector del electorado que da su respaldo incondicional a Trump.
Además de la falta de civilidad y la propensión a la violencia exhibidas en publicaciones de redes sociales contra el juez, el jurado y la fiscalía, los seguidores del magnate manifiestan una profunda desconfianza hacia el sistema de procuración e impartición de justicia en general, la cual tiende a extenderse hasta el conjunto de las instituciones.
Si es natural que los ciudadanos recelen de la imparcialidad de los tribunales debido a su pobre desempeño y sus probados sesgos políticos -como bien se sabe en México-, la negativa a reconocer la culpabilidad de Trump en presencia de pruebas abrumadoras sólo puede explicarse por una suerte de delirio colectivo, de una disociación de la realidad que desafía toda evidencia.
No puede exagerarse el peligro que se cierne sobre una nación cuando la inoperancia institucional se conjuga con la existencia de un líder inescrupuloso de conductas claramente sociopáticas y una multitud dispuesta a seguirlo hasta las últimas consecuencias.
Y cuando el país donde ocurre todo esto es tanto la mayor potencia armada del planeta como la que controla el sistema financiero global, los riesgos no se quedan dentro de sus fronteras, sino que amenazan a toda la comunidad internacional.