Por Pedro Rioseco
Carlos J. Finlay y Barrés -como transcendió en la historia- fue bautizado como Juan Carlos, nació en la Puerto Príncipe (actual Camagüey) el 3 de diciembre de 1833, en cuya fecha se celebra en su honor el “Día de la Medicina Latinoamericana”, y murió en La Habana el 20 de agosto de 1915, con 81 años.
En este 109 aniversario de su muerte honramos a quien se hizo acreedor de la gratitud universal, no sólo por su trabajo en relación con la fiebre amarilla, sino porque también descubrió y solucionó el terrible problema del tétanos infantil, y por sus investigaciones y aportes científicos fue propuesto en varias ocasiones para el Premio Nobel, pero nunca se lo dieron.
Aun cuando entonces nadie concebía que un pequeño insecto fuera el agente propagador del también llamado “vómito negro”, Finlay no cesó en el empeño, por el contrario, plasmó sus opiniones en varios escritos que, a la luz de los años, avalaron la certeza de sus postulados, y realizó muchos experimentos.
Desde 1868 llevó a cabo también importantes estudios sobre la propagación del cólera en La Habana. En ellos mostraba que la propagación del cólera se realizaba por las aguas de la llamada Zanja Real, probablemente contaminadas por los enfermos en las fuentes mismas de donde se surtía aquel primitivo acueducto descubierto.
Esas investigaciones epidemiológicas no fueron publicadas debido a la rígida censura establecida por las autoridades coloniales. Sin embargo, la Real Academia de Ciencias de La Habana logró publicar este importante trabajo en 1873, cuando ya había pasado la epidemia.
En 1872, Finlay fue elegido “miembro de número” de la Real Academia de Ciencias Médicas, Físicas y Naturales de La Habana, y en 1895, Miembro de Mérito.
También estudió el muermo, y describió el primer caso de filaria en sangre observado en América (1882). Incursionó en cuestiones científicas de carácter más teórico, y practicó la oftalmología que era la especialidad de su padre.
Paralelamente, se dedicó a investigar la etiología de la fiebre amarilla, partiendo de la considerable experiencia acumulada en Cuba en la caracterización y diagnóstico de esta enfermedad, algunos de cuyos síntomas fueron también descritos originalmente por médicos cubanos.
En representación de la Academia de Ciencias, colaboró activamente con la primera comisión investigadora sobre la fiebre amarilla enviada a Cuba por el gobierno estadounidense, en 1879.
En 1893, 1894 y 1898, Finlay formuló y divulgó, incluso internacionalmente, las principales medidas a tomar para evitar las epidemias de fiebre amarilla, las cuales tenían que ver con la destrucción de las larvas de los mosquitos trasmisores en sus propios criaderos.
Estas fueron, en esencia, las mismas medidas que, desde 1901, se aplicaron con éxito en Cuba, y luego en Panamá, así como en otros países donde la enfermedad era considerada endémica.
La segunda y tercera comisiones a La Habana de autoridades sanitarias de los Estados Unidos para investigar sobre la fiebre amarilla en Cuba, en 1889 y 1899, no prestaron atención a la teoría de Finlay.
La cuarta comisión, presidida por Walter Reed, e integrada por James Carroll, Arístides Agramonte (cubano que residía en Estados Unidos) y Jesse Lazear, fue creada en 1899 por el cirujano general del ejército de Estados Unidos, George Sternberg, a solicitud del gobernador militar de Cuba, Leonard Wood, cuyas medidas de higienización habían fracasado frente a las epidemias de fiebre amarilla.
La serie de inoculaciones experimentales que Lazear llevó a cabo en septiembre de 1900, se realizaron sin el conocimiento o, al menos, sin la aprobación formal de Reed. En estos experimentos Lazear hizo que algunos voluntarios y él mismo fueran picados por mosquitos (obtenidos de los huevos suministrados por Finlay), que habían ingerido sangre de pacientes de fiebre amarilla unas dos semanas antes.
Dos soldados y el propio Lazear contrajeron la enfermedad, y él llevó un detallado cuaderno de apuntes de la evolución de ésta durante los 13 días que transcurrieron entre su auto inoculación y su fallecimiento, ocurrido el 25 de septiembre de 1900. Lazear, por lo tanto, fue quien dirigió la primera comprobación experimental de la “teoría del mosquito”, independientemente de los experimentos llevados a cabo por el propio Finlay.
Walter Reed se había mostrado escéptico, hasta entonces, respecto a la teoría de Finlay, y se hallaba en Estados Unidos al producirse el fallecimiento de Lazear. Regresó rápidamente a Cuba y, se supone que a partir del cuaderno de notas de Lazear, preparó apresuradamente una “Nota”, que presentó el 22 de octubre de 1900 ante un evento científico en Estados Unidos.
Basándose en el caso de Lazear, de diagnóstico indudable y documentado, pero producido en condiciones distantes del rigor experimental que Reed luego exigiría, admitió como cierta la teoría de Finlay, pero afirmó que éste no había logrado demostrarla, aun cuando había reportado desde 1881 un caso no fatal, pero casi tan típico como el que la “Nota” mencionaba.
Argumentó Reed que Finlay había utilizado mosquitos que todavía no habían incubado el germen de la enfermedad, por lo cual pidió que los resultados experimentales de éste fueran desechados. De esta manera, los 20 años de trabajo de Finlay y la importancia decisiva que tuvo la identificación por él del agente transmisor fueron relegados a un segundo plano.
Años más tarde, en 1932, quedó demostrado que la velocidad de la incubación del virus por el mosquito depende de la temperatura ambiente, por lo que algunos de los mosquitos empleados por Finlay en sus experimentos sí podían haber incubado el virus de la fiebre amarilla.
Reed se limitó a comprobar de manera rigurosa la teoría del científico cubano, pero en sus cartas se deduce que llegó incluso a convencerse de que él era el autor de la teoría claramente formulada por Finlay 20 años antes, y se refería a ella como “mi teoría”.
En Estados Unidos se elevó a Reed, injustificadamente, al rango de “descubridor de la causa de la fiebre amarilla”, sobre todo después de su fallecimiento en 1902, causado por una peritonitis. Sin embargo, fueron las medidas aplicadas en Cuba y Panamá, basadas en las recomendaciones formuladas por Finlay, las que eliminaron la epidemia, y este éxito resultó ser la demostración de que su autor había tenido razón.