viernes 14 de marzo de 2025
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¿Qué es Donald Trump?

(Progresoweekly): Pareciera un “aborto de la naturaleza”. En un país donde la hipocresía ha regido la política, resultaba poco probable que accediera a la presidencia un hombre con las características personales de Donald Trump, exponente de una conducta sin filtros éticos y antecedentes delictivos bien conocidos.

Por Jesús Arboleya

Para colmo, encaramado en una rara combinación de millonario explotador y, a la vez, líder populista, enemigo de un sistema político supuestamente perfecto y cruzado contra una corrupción que no se reconoce como tal.
Con probabilidad, al principio, ni él mismo creyó en esta posibilidad. Se dice que su carrera política no tenía otra intención que una operación de marketing, en uno de sus muchos momentos de desgracia financiera. Sin embargo, a costa de extravagancias, mentiras e insultos a sus contrarios, exacerbando los peores instintos de una parte de la sociedad norteamericana, ganó primero la nominación republicana y, con posterioridad, contra todos los pronósticos, derrotó nada menos que a Hillary Clinton, que muchos estimaban destinada a convertirse en la primera presidenta de Estados Unidos.
Se había confirmado lo que Trump pensaba de sí mismo y justificaba su egolatría: era un “genio”, más hábil que los demás, destinado a hacer lo que le diera la gana y beneficiarse en el empeño. No quiso reconocer la derrota en 2020 y estuvo dispuesto a “darle candela a Washington”, con tal de no ceder ante “tamaña injusticia del sistema”.
Su retorno victorioso, que también parecía imposible, le reafirma la evidencia de su grandeza, esta vez con un componente mesiánico -avalado por un fallido atentado-, que hasta entonces era ajeno a sus creencias. Donald Trump ha descubierto a Dios y eso lo torna aún más peligroso.
Esta es la historia política del personaje. Sin embargo, para los que no creen en milagros, mejor sería analizar las condiciones objetivas que han convertido en realidad, lo que hace pocos años parecía imposible.
Después de alcanzar el cenit de su hegemonía con la desaparición de la Unión Soviética, a finales del pasado siglo, Estados Unidos ha vivido un proceso de mutaciones, relacionado con el propio desarrollo del capitalismo.
La llamada “globalización neoliberal” partía del supuesto del dominio norteamericano, pero albergaba en su seno el crecimiento de la transnacionalización del capital, un fenómeno intrínseco al propio modelo, que consiste en la tendencia a superar las barreras nacionales, en el funcionamiento de la economía mundial.
Debido a la globalización disminuyó la competitividad de la producción industrial norteamericana en el mercado internacional, lo que ha tenido consecuencias económicas y sociales indeseadas hacia lo interno de Estados Unidos. Ante la oferta de menores costos salariales y otras ventajas en otros países, en especial del Tercer Mundo, grandes fuentes de empleo emigraron hacia aquellos mercados que ofrecían mejores tasas de ganancia.
A ello se suma el incremento de la inmigración, consecuencia del desarrollo desigual de las naciones, otra cualidad del capitalismo, lo que afecta a ramas proveedoras de empleo masivo, como los servicios menos calificados, que pudiera servir para mitigar la mencionada emigración de puestos de trabajo.
Incluso en momentos en que las estadísticas señalan bajos niveles de desempleo, como ocurrió en los finales del gobierno de Biden, los factores antes mencionados condicionan la calidad de la oferta laboral y el nivel de los salarios, lo que impide la reproducción de una masa de trabajadores particularmente beneficiados por el “American Way of Life”, identificados como el núcleo duro de la llamada “clase media norteamericana”, base social del sistema.
El descontento de los desplazados por estos procesos alimenta la base social del trumpismo y se expresa en el reforzamiento de la supremacía blanca, el fanatismo religioso, un rancio fundamentalismo conservador y todas las “fobias” imaginables, orientadas a “recuperar un pasado de grandeza”, arrebatado por “delincuentes extranjeros”, que requieren ser expulsados por cualquier vía, como propone el actual presidente.
Según Bernie Sanders, los tres hombres más ricos del mundo poseen tanta riqueza como la mitad de la población de Estados Unidos. Cuando los ricos son más ricos y los pobres más pobres, un fenómeno bien conocido en el Tercer Mundo, no es porque los ricos sean más avariciosos que antes, sino porque el sistema ha perdido su capacidad para amortiguar sus conflictos endógenos. Mucho menos, como también señala Sanders, cuando los tres más ricos estaban sentados junto a Donald Trump, el día de su inauguración.
Con todo lo que Trump quiera transformar esta realidad, mediante un desmedido proteccionismo, prácticas brutales contra la inmigración y sanciones a otros países para imponerles las reglas de su gobierno, estas reglas se contraponen con la lógica del sistema y perjudica a poderosos intereses nacionales, entre ellos, los vinculados al capital financiero internacional, que también tienen su centro en Estados Unidos.
En esto radica una de las contradicciones fundamentales de su política de “América primero”. Si Trump existe es porque está avalado por una parte del establishment norteamericano, en especial por aquellos que tienen su capital invertido en producciones de alta tecnología, grandes consumidoras de energía, necesitadas de políticas proteccionistas, inmensos contratos estatales y una fuerza de trabajo altamente especializada, cuyo principal nicho es Estados Unidos, toda vez que no tiene sustituto en el Tercer Mundo, como la industria manufacturera y otras producciones.
Los tres magnates antes citados son dueños de este tipo de empresas, que además aportan nuevas capacidades de control social, mediante las redes digitales, la inteligencia artificial y la inversión de enormes sumas de dinero en aquellos políticos dispuestos a satisfacer las necesidades de su agenda, como es el caso de Donald Trump.
Hasta dónde este capital vinculado a la alta tecnología llegará a complementarse con el capital financiero internacional es un asunto a dilucidar, toda vez que la capacidad de metamorfosis del capitalismo ha sido una de las grandes fortalezas del sistema, pero por lo pronto es posible observar una división bastante ostensible entre republicanos y demócratas, en términos del apoyo de estos sectores hacia unos u otros, donde además se ven expuestas dos tendencias de pensamiento respecto al papel de Estados Unidos en el mundo y la manera de ejercerlo.
Sin embargo, lo que parece un conflicto orientado hacia la política internacional, en realidad refleja la puja de grandes grupos económicos por el control político del país, en especial por el de las grandes inversiones relacionadas con el complejo militar norteamericano, cuyo mantenimiento no está puesto en duda, sin importar cuan belicista sea cada cual.
La militarización de la frontera, la carrera espacial, la desregularización en la producción de armamentos y la exigencia de que los países aliados inviertan más en la defensa, incluso el renovado expansionismo geográfico de Trump y su inesperado culto al presidente McKinley, -vaya usted a saber qué asesor se lo recomendó-, forman parte de esta pretensión.
El gasto militar, garantía del dominio norteamericano y considerado el verdadero motor de la economía, es también la potala del balance presupuestario, imprescindible para que Trump pueda cumplir la promesa de reducir la inflación y revitalizar la industria manufacturera nacional, sin aumentar los impuestos, como propuso en su campaña y requiere su discurso populista.
En esto estriban sus propuestas de reducir las inversiones sociales y el aparato estatal, los controles ambientalistas para incentivar la producción de petróleo o la explotación de otros recursos naturales, así como el desconocimiento de los acuerdos internacionales y la imposición de aranceles comerciales a los productos extranjeros.
Sin embargo, se trata de políticas que pueden dañar a segmentos muy grandes de la población y resultar altamente inflacionarias, lo que incrementará el descontento social y la insatisfacción con el gobierno que, para sostenerse, tendrá que vulnerar las normas de conducta y funcionamiento legal existentes, así como aumentar la represión de muchas maneras, como ya viene ocurriendo.
Es cierto que Donald Trump cuenta con poderes extraordinarios para hacerlo, los ultraconservadores han sabido avanzar en todos los niveles del sistema, hasta controlar las instituciones que pueden servir de balance a las contradicciones, como pretendieron los “padres fundadores” y quiere garantizar la Constitución más antigua del mundo moderno, la cual todos dicen respetar, incluso sus violadores.
Algunos pueden suponer que la aplicación de las nuevas tecnologías del conocimiento, en manos de estos individuos con tantos recursos, debía haberles permitido seleccionar a alguien con mejores prestaciones que Trump, para demoler, con más gracia e inteligencia, los moldes del sistema, sin afectar tanto su credibilidad.
Quizás, incluso, lo hayan intentado sin éxito, lo que demuestra los límites del saber tecnológico y la escasez de las ofertas.
Lo que tienen es lo que hay, un tipo sin escrúpulos ni poses democráticas, capaz de movilizar a una masa que venera sus defectos. Eso es Donald Trump, un producto “Made in USA”.

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