Por Rogelio Mata Grau
Paradójicamente, quienes gobiernan en Panamá, incluido el presidente José Raúl Mulino Quintero, fueron militantes de primera línea durante el ocaso del régimen militar y respaldaron activamente la invasión de Estados Unidos a este país en 1989, presentándola al mundo como una “Causa Justa” liberadora.
Alzaron su voz, pero no tanto contra la ocupación extranjera. En cambio, despotricaron contra el gobierno de Noriega, creyendo -o queriendo hacer creer- que la intervención militar estadounidense restauraría la democracia.
Sin embargo, hoy, desde las más altas esferas del poder, reproducen prácticas autoritarias más sofisticadas que las que combatieron en aquel momento, en nombre de un supuesto orden institucional y el control del Estado.
La situación en Bocas del Toro, bajo un extendido estado de urgencia, no es otra cosa que un estado de sitio encubierto. Tal como advirtió Transparencia Internacional-Capítulo de Panamá, la suspensión de derechos como el hábeas corpus, el acceso a la información, la supervisión judicial y la conectividad de toda una provincia son medidas absolutamente inconstitucionales y desproporcionadas.
El artículo 55 de la Carta Magna no otorga licencia para el silenciamiento absoluto de una población. Pero, más grave es que esa represión ha sido focalizada -casi quirúrgicamente- contra los líderes obreros, dirigentes indígenas y representantes comunitarios que han canalizado el descontento popular frente a políticas extractivistas, privatizadoras y ajenas a los intereses de las comunidades.
Lo que se busca no es simplemente restablecer el orden: es desarticular la organización social, sembrar miedo en los barrios y montañas, y criminalizar la conciencia colectiva.
Lo que ocurre hoy en Bocas del Toro no es sólo una respuesta represiva ante el descontento social. Es la construcción de un modelo de gobierno que desprecia el disenso, criminaliza la protesta y reprime la verdad. La censura informativa, el cerco mediático, el uso de fuerza sin contrapeso judicial y la militarización de los territorios populares, son los signos de una deriva autoritaria.
Imposible no recordar la película Estado de sitio (Costa-Gavras, 1972), que retrata cómo un gobierno, en nombre del orden y la seguridad, reprime brutalmente a un pueblo que exige justicia social. La película no absuelve la violencia insurgente, pero denuncia el carácter sistemático y legalizado de la violencia estatal.
Hoy, Bocas del Toro nos duele porque revela una verdad incómoda: el poder corrompe, incluso a quienes lucharon por conquistarlo democráticamente o por imponerlo mediante alianzas externas.
La represión institucional actual no proviene de un régimen militar ni de una potencia extranjera. Proviene de panameños que ayer hablaban de libertad y justicia, y hoy replican métodos de silenciamiento, represión y desinformación contra su propio pueblo.
No se puede hablar de democracia cuando son suspendidos los derechos básicos a poblaciones enteras. No se puede gobernar con memoria selectiva ni con justicia amnésica.
El pueblo de Bocas del Toro, como tantos otros a lo largo de la historia, exige respeto, dignidad y verdad. Panamá no necesita nuevos caudillos ni viejos métodos maquillados. Necesita líderes con ética, con memoria y con la valentía de escuchar.