Héctor Germán Oesterheld fue uno de los guionistas más brillantes del siglo XX. Fue un militante revolucionario que entendió que narrar podía ser más peligroso que disparar. Nacido en Buenos Aires en 1919, escribió decenas de historietas, pero ninguna como El Eternauta (1957), una distopía nevada donde la supervivencia colectiva era la única forma de vencer. No era escapismo. Era advertencia.
En los años 70, cuando muchos artistas se exiliaban o callaban, Oesterheld ingresó en Montoneros, escribió biografías de sus líderes y usó el lenguaje como arma política. El poder lo supo y actuó en consecuencia: el 27 de abril de 1976, fue secuestrado por las Fuerzas Armadas. Nunca más volvió.
Testimonios lo sitúan en Campo de Mayo, torturado, con el cuerpo devastado, pero la mano firme sobre el papel. Seguía escribiendo. En plena dictadura genocida, el guionista más lúcido del país fue asesinado por escribir contra el poder. No fue el único: también desaparecieron sus cuatro hijas, sus yernos y varios nietos. Una familia entera borrada por soñar libertad.
Décadas después, su legado persiste. El Eternauta es, probablemente, la obra más influyente de la historieta argentina. Su mensaje —la lucha colectiva frente a una invasión mortal, el enemigo que no se ve, la resistencia como única salida— sigue vigente. Pero también incómodo.
En 2013, el gobierno de Mauricio Macri intentó utilizar El Eternauta como símbolo de marca país, omitiendo el destino trágico de su autor. Se borró su nombre. Se ocultó su militancia. El capitalismo cultural no necesita mártires, solo mercancía.
Hoy, la serie dirigida por Bruno Stagnaro y protagonizada por Ricardo Darín es un fenómeno global. Se ha posicionado en el Top 10 de Netflix en países como México, Italia, España, Brasil y Alemania. En Rotten Tomatoes, tiene un 96 % de aprobación del público. En IMDb, un 7.2 sobre 10. Hasta Hideo Kojima, creador de Metal Gear, elogió la serie en redes.
Pero el éxito no borra el crimen. No lo suaviza. No lo justifica.
El Eternauta no es ciencia ficción al uso. Es una crónica anticipada del terror. Un país invadido por una fuerza invisible. La nieve como muerte. El Estado como enemigo. La casa como trinchera. Y el pueblo, aislado, aprendiendo a organizarse.
Juan Salvo no es un héroe. Es un obrero con escafandra. Una figura de barrio que resiste. Como Oesterheld. Como tantos.
El cómic fue publicado por entregas en Hora Cero a partir de 1957, con dibujos de Francisco Solano López. La historia fue leída por generaciones. Pero fue en la relectura posterior, tras la dictadura, donde se reveló su carácter profético. No era un relato de ciencia ficción: era una denuncia cifrada. Y el poder lo entendió antes que nadie.
Mientras la nieve artificial de Netflix cae con espuma de jabón y sal gruesa, el cuerpo de Oesterheld sigue sin aparecer. Ni siquiera eso nos dejaron.
Pero su voz sobrevive. En cada reedición. En cada mural. En cada escuela que lleva su nombre. Y sí, también en la serie, si se sabe mirar. Porque mientras millones descubren hoy la historia de un hombre atrapado en una nevada mortal, deberían saber que el guionista fue asesinado por escribir esa historia.
No hay ciencia ficción posible sin memoria. No hay éxito global que reemplace la justicia. Y no hay héroe más poderoso que aquel que escribe sabiendo que lo van a desaparecer.
Oesterheld fue asesinado por contar la verdad. Recordarlo es seguir peleando