Por Julián Varsavsky
Gaza tiene tantos muertos como Nagasaki por la bomba nuclear – 60.000- pero en términos urbanos, está peor: el 90% de su infraestructura fue dañada (contra el 40% en Japón). El plan Riviera de Gaza lo había insinuado Donald Trump hace seis meses, ilustrándolo con un cínico video fake donde él baila con una odalisca y Elon Musk arroja dólares al aire. El anzuelo oculto en esta “frutilla” de arquitectura cool es la promesa de desarrollar en la Franja ocho smart-cities con marinas para yates, islas artificiales como The Palm en Dubái, resorts de playa, rascacielos de diseño, un río artificial, un puerto y fábricas de autos eléctricos. Todo muy idílico salvo por la letra chica: implica “la reubicación temporal de 2,4 millones de habitantes de Gaza” –léase, “desplazamiento forzoso- en lo posible al exterior o en su defecto, en campos de concentración. Mientras, EE.UU. gobernaría el enclave, una historia repetida primero como tragedia, luego como colonia.
El plan de reurbanización incluye las Islas Turísticas Trump, un polo de Data Centers que consumen mucha agua y las autopistas Mohammed bin Salman -príncipe saudí- y Mohammed Bin Zayed, emir de Abu Dabi. Y entre la arquitectura posmoderna, grandes parques arbolados, áreas de cultivo y campos de golf. Estas ciudades nacerían smart con sistemas de identificación digital permanente de personas controladas por IA.
Lo que dice y hace la arquitectura
Rodrigo Martin Iglesias, arquitecto y doctor en diseño, profesor titular de Diseño de Futuros (UBA) explicó a Página/12 que el proyecto presentado como una estrategia de desarrollo fue denunciado como un intento de limpieza étnica camuflada bajo el discurso del urbanismo neoliberal: “la economía de la reconstrucción opera como un dispositivo de desposesión, donde la promesa de futuro se convierte en una nueva forma de expropiación. Las imágenes digitales que acompañan al plan no son inocentes y funcionan como violencia estética: colonizan la imaginación colectiva, naturalizan la exclusión y convierten al genocidio en postal turística”.
El título del proyecto de 38 páginas es “Fondo para la Reconstitución, la Aceleración Económica y la Transformación de Gaza: de un demolido proxy iraní a un próspero aliado abrahámico”. Lo ideó Michael Eisenberg, un capitalista de riesgo israelí-estadounidense, y Liran Tancman, un emprendedor tecnológico israelí y ex oficial de inteligencia. Sus iniciales «ME» y «LT» figuran en el prólogo. Ambos fueron parte del grupo que creó la Fundación Humanitaria de Gaza (GHF) a fines de 2023, la que organiza el reparto de comida devenido en trampa para cazar palestinos en masacres diarias que están fuera de toda lógica bélica o de seguridad, alimentando denuncias de genocidio. El estudio de viabilidad económica lo hizo el Boston Consulting Group y la mirada estratégica la aportó el ex primer ministro inglés Tony Blair.
La operación de la GHF durará 12 meses, hasta que arranque la reconstrucción. Además de proporcionar «ayuda segura sin intervención de Hamás», GHF dará alojamiento temporal a los gazatíes en «Áreas de Transición Humanitaria (ATH)” (eufemismo de campo de concentración): «El sistema de ATH sienta las bases para la reconstrucción de las comunidades gazatíes libres de la injerencia de Hamás”.
Esto crearía un ambiente de “zonas seguras” para la “reconstrucción y el florecimiento humano”. Este fabuloso y poco creíble plan ingenieril pergeñado por la vanidad de Trump costaría 100.000 millones de dólares, de los cuales EE.UU. no pondría uno solo: lo financiarían inversores privados en un fideicomiso.
El plan dice que Israel transferirá la administración de Gaza al fideicomiso Great, que por detrás estaría manejado por EE.UU. El insólito Great gobernaría Gaza durante años, hasta que un sistema político palestino “reformado, desmilitarizado y desradicalizado” esté listo para asumir su papel. Llegado el momento, países árabes y otros invertirían en Great para que se convierta en una institución multilateral. Y muy al final del camino, el fideicomiso le transferiría el sistema político a una Autoridad Palestina (AP) para que se sume a los Acuerdos de Abraham de 2020 con que Emiratos Árabes Unidos (EAU) y Bahrein normalizaron relaciones con Israel. Así y todo, Great no se desprendería del todo de Gaza: la AP podría firmar un “Pacto de Libre Asociación” con ese fondo de inversión “para recibir apoyo financiero a largo plazo, a cambio de que el fideicomiso conserve algunos poderes plenarios”. No está en consideración ninguna soberanía palestina: Israel mantendría «derechos generales para satisfacer sus necesidades de seguridad». No habrá un Estado sino una «organización política palestina».
Fábricas con mano de obra barata
Se prevé que empresas estadounidenses de autos eléctricos construyan fábricas con mano de obra barata en el norte de Gaza, en la «Zona de Manufactura Inteligente Elon Musk». Parte de sus materias primas serían minerales raros extraídos en Arabia Saudita y usarían combustible de EAU. Las fábricas funcionarían con gas del yacimiento marino Gaza Marine, que los palestinos no pueden explotar por prohibición israelí.
Para reducir costos prevén «aumentar el número de gazatíes que se ofrezcan como voluntarios para abandonar Gaza»: por cada 1% de la población que emigre, el ahorro será de 500 millones de dólares. Para concretar esta limpieza étnica, le prometen 5.000 dólares a quien acepte partir y subsidiarle el alquiler en otro país por cuatro años, más su alimentación por un año. Los consultores proyectan que el potencial económico de una Gaza sin Hamás en manos del fideicomiso, es de 185 mil millones de dólares en una década.
A quienes posean tierras o casa en Gaza, el fideicomiso les ofrecería una ficha o token digital –una suerte de dinero virtual– a cambio de ceder todo para la reurbanización: la propiedad pasaría a ser administrada por el fideicomiso, el cual luego transferiría esos activos a un tercero beneficiario (con Gaza destruida y sin Estado, muchos no podrán demostrar su propiedad). El fiduciante –el dueño de la casa– tendrá que abandonar Gaza. Así el sionismo concretaría una nueva Nakba (“Tragedia” en árabe) como se llamó a la limpieza étnica de 700.000 palestinos, muchos de ellos refugiados en Gaza. Claro que no todos se irán. Los que queden -establece el plan- serán alojados en casas de 30m2
Philip Grant, director ejecutivo de la ONG suiza de derechos humanos Trial International, calificó el plan como “un modelo para la deportación masiva comercializado como desarrollo”, incluyendo ingeniería demográfica y castigo colectivo. Advirtió que los contratistas que operan en Gaza corren el riesgo de “ayudar o ser cómplices de crímenes de derecho internacional, incluidos de guerra, contra la humanidad o genocidio”.
El arquitecto Rodrigo Martin Iglesias opina que detrás de este proyecto con imágenes pulidas y renderizadas con tecnología de IA, se esconde la tentativa de legitimar el desplazamiento forzoso y el borramiento cultural de un pueblo, mediante la estética de la utopía neoliberal usando el lenguaje de la arquitectura y el diseño: ”Lejos de ser un proyecto de reconstrucción realista, opera como una ficción visual tecnocapitalista, en la que los modelos arquitectónicos y las imágenes buscan encubrir la violencia material detrás de una promesa de modernidad globalizada”.
De concretarse el plan, estaríamos ante una tecnología arquitectónica de poder mediada por la digitalización del dinero
La conversión de sus derechos de propiedad en tokens digitales es un recurso propio del vocabulario tecnocapitalista que reduce la memoria del territorio a meros activos financieros. Gaza Riviera transforma la ruina y el despojo en oportunidad de negocio global, donde la promesa de modernización se construye sobre la negación de quienes habitan la Franja. La propuesta de reemplazar las propiedades palestinas por tokens digitales revela un nuevo rostro del despojo. La tierra ancestral -con su memoria, vínculos afectivos y arraigo comunitario- se reduce a un activo financiero transaccionable en mercados globales. Se trata de un pasaje violento: del habitar al invertir, de la vida cotidiana al capital especulativo. El antropólogo Arturo Escobar planteó que el diseño puede ser una herramienta para la autonomía y la interdependencia comunitaria, o puede convertirse en un dispositivo colonial que impone mundos ajenos y suprime las formas locales de existencia.
Gaza demuestra cómo una limpieza étnica puede llegar a ser buen negocio, algo que no es nuevo
En 1965 en Bali, EE.UU. patrocinó un genocidio que asesinó a medio millón de personas. Los campos de exterminio aún no se habían terminado de limpiar, cuando los hoteles de lujo estadounidenses empezaron a construirse sobre los huesos de los muertos. En Irak, tras la invasión de 2003, empresas como Bechtel y Halliburton acumularon contratos multimillonarios en infraestructura y servicios básicos, sin que ello significara mejoras sostenibles para la población, un caso que la urbanista Mona Fawaz señaló como paradigmático de neoliberalismo urbano, donde la promesa de modernización sacrifica el derecho a la ciudad. El geógrafo David Harvey ya había descrito este mecanismo como “acumulación por desposesión”: procesos en los que la pérdida de unos, garantiza la ganancia de otros.
La IA es casi la principal herramienta de guerra en Gaza: los algoritmos definen blancos desde el cielo sin intervención humana. Y serán centrales en la post guerra a nivel de superficie.
Esa tecnología para definir a quién matar con un dron, muestra cómo la automatización puede convertirse en un instrumento de muerte. Trasladar esa lógica al planeamiento urbano es la continuidad de una tecnología de control que se extiende, del campo de batalla, al diseño de ciudad. El filósofo Achille Mbembe advirtió en 2019 que el poder moderno se define por la capacidad de decidir quién puede vivir y quién debe morir. Gaza Riviera añade un matiz más perverso: decidir dónde se puede vivir y cómo se debe habitar, a partir de renders arquitectónicos, tokens digitales y algoritmos de IA. Así, la promesa de futuro se revela como una nueva forma de necropolítica: una gestión de la vida y la muerte mediante imágenes de lujo y lenguajes tecnológicos.
El arquitecto de la Universidad de Haifa, Eyal Weizman, estudió en su libro Hollow Land cómo la “arquitectura de la ocupación” y el urbanismo, no son neutrales: Israel los usa como tecnología para violar derechos humanos de los palestinos y solidificar el poder colonial. Gaza Riviera sería el paso final y extremo de esta estrategia de control, un laboratorio de la biopolítica a nivel global donde la arquitectura es un instrumento al servicio de la experimentación en el dominio de masas.
Quizá poco de esto se concrete. O mucho. Pero la divulgación de los burdos trazos urbanísticos, acaso sirva para empujar a los gazatíes a partir en masa –¿a dónde?-, o a ser encerrados en guetos hasta quién sabe cuándo. Sería cínico hablar de “emigración voluntaria” si las opciones son ser fusilado o morir de hambre. El mero plan o su ejecución, ya evocan una banalidad del mal contemporánea, materializada en la arquitectura.