martes 20 de mayo de 2025
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Crisis social en Panamá: estallido crónico y silenciado

Ciudad de Panamá (NoticiasVIP 24): En 2025, nuevos focos de protesta han surgido, esta vez con un tono más estructural.

Por Jesús A. López Aguilar

No se trata ya únicamente del combustible o un contrato: se cuestiona la legitimidad misma del sistema político.
La sensación de que los gobernantes no representan los intereses del pueblo, sino los de grupos económicos nacionales y transnacionales, se ha instalado con fuerza.
Desde nuestra óptica, a partir de 2022, Panamá atraviesa una crisis social que ha evolucionado en forma de estallidos sucesivos, reeditando viejos resentimientos sociales, justificados y evidentes, ante tanta desigualdad y pobreza.
A simple vista, podría parecer que todos los eventos de descontento social son episodios aislados; sin embargo, un análisis más profundo revela que estos brotes de malestar social responden a un proceso continuo, estructural, cada vez más desgastante para la ciudadanía.
El alto costo de la vida, la degradación de los servicios de salud y educación, la corrupción, la falta de transparencia y, especialmente, el escándalo del contrato minero con First Quantum Minerals, constituyen una cadena de agravios que ha socavado a la sociedad panameña. Agreguemos ahora los acuerdos con los Estados Unidos, de reciente firma y con fastidio añadido.
Hace mucho tiempo que Panamá ha estado inmersa en continuas convulsiones sociales que, lejos de disiparse, parecen haber mutado hacia una situación de crisis crónica. Las protestas masivas, iniciadas por la indignación ante los problemas arriba mencionados, provocaron la expresión de un disgusto profundo en la población.
El descontento aún no cesa todavía, sino que se ha reconfigurado, alimentado por decisiones gubernamentales impopulares como lo expresado por el presidente Mulino sobre el contrato minero con First Quantum Minerals, declarado inconstitucional por la Corte Suprema de Justicia.
En julio de 2022, las calles de Panamá estallaron en protestas que rápidamente se extendieron por el país. La chispa fue el aumento de los precios del combustible, pero detrás de ese reclamo había mucho más: escuelas en condiciones deplorables, un sistema de salud colapsado, falta de acceso a medicinas y alimentos básicos con precios inalcanzables, que constituyen situaciones persistentes históricamente.
A esto se le sumó la creciente percepción de corrupción e ineficiencia por parte del gobierno nacional, por lo cual el país fue testigo de uno de los estallidos sociales más importantes de su historia reciente. Las protestas surgieron en la provincia de Veraguas.
Distintos actores de la sociedad aprovecharon para expresar demandas y descontentos que se hacían más y más diversos entre sí. La constante era el enfado ante gobiernos que no responden positivamente a la comunidad nacional.
A pesar de que el gobierno instaló una mesa de diálogo con sectores sociales, el proceso fue visto por muchos como un acto sin resultados concretos. El «diálogo nacional» no produjo transformaciones significativas y los reclamos ciudadanos quedaron en pausa, pero no resueltos.
Dicho intento del Ejecutivo de apaciguar las protestas fracasó rotundamente, interpretándose como un burdo engaño de parte del gobierno nacional. Las mesas de conversación fueron vistas como una estrategia dilatoria. Organizaciones sociales, sindicatos, grupos indígenas y ciudadanos independientes denunciaron que sus demandas no fueron escuchadas ni atendidas de forma seria.
El gobierno, en vez de asumir un liderazgo responsable, eligió el camino del desgaste, esperando que el fervor ciudadano se apagara por sí solo: lo logró, momentáneamente.
Para octubre de 2023, el descontento volvió a explotar con mayor intensidad. Cuyo detonante fue el contrato minero otorgado a First Quantum Minerals para operar la mina Cobre Panamá, pese a que en 2017 la Corte Suprema de Justicia había declarado inconstitucional el contrato anterior. La nueva concesión fue vista como una traición al interés nacional.
Sectores ambientalistas, sindicatos, estudiantes y comunidades afectadas por la minería denunciaron la entrega de los recursos naturales del país a intereses extranjeros. La respuesta estatal fue la represión: gas lacrimógeno, golpes, detenciones arbitrarias, campañas de desinformación. La imagen del gobierno, presidido por Laurentino Cortizo, ya muy deteriorada, se desplomó aún más.
El país estaba paralizado y con serios problemas para el abastecimiento de alimentos, al igual que muchos productos de primera necesidad: era un punto límite para un colapso mayor. Eso se extendió casi todo el mes de noviembre hasta el día 28, cuando se produjo el pronunciamiento de la Corte Suprema que declaró inconstitucional el contrato, ante la espera ansiosa de decenas de miles de personas participantes de manifestaciones, cierres, protestas y enfrentamientos con las fuerzas del orden público. El daño estaba hecho: la desconfianza entre la ciudadanía y el Estado era de proporciones inmensas, llegaba a un punto en el que era irreparable.
Durante buena parte del 2024, la tensión social entró en fase de latencia. No porque los problemas se hubieran resuelto, sino debido al agotamiento colectivo, la falta de respuestas concretas y la posibilidad real de represión empujaron a muchos sectores a la “resignación”.
El gobierno intentó restablecer una narrativa de normalidad económica, pero los indicadores sociales desmentían el discurso: según cifras del Instituto Nacional de Estadística y Censo (INEC), de 2024, la pobreza seguía afectando al 18% de la población y la pobreza extrema al 5.7%, casi el 24% o un cuarto de la población total, mientras que la canasta básica continuaba en ascenso.
Era año de elecciones generales, cuyo desarrollo, desde la campaña estuvo teñido por situaciones sumamente extrañas y particulares. Ganó el presidente actual, José Raúl Mulino, quien logra participar ante la inhabilitación de Ricardo Martinelli, el cual le endosa su apoyo político, convirtiendo dicho soporte en una línea política que lo lleva al triunfo, aunque con un porcentaje de solo 34% de los votos válidos emitidos.
Con todo esto, el contrato minero había dejado algo más que una sentencia de inconstitucionalidad: expuso la debilidad institucional del país, la corrupción institucionalizada y la capacidad de movilización de una ciudadanía que, aunque fragmentada, no está dispuesta a tolerar abusos de poder; dicho tema todavía se mantiene en medio del interés de sectores a favor y en contra, convirtiéndose en un asunto sobre el que el presidente Mulino ha dado señales que se han interpretado como una expresión de querer reabrir la mina, a como dé lugar.
Grupos organizados hablan de convocar una Asamblea Constituyente, de reformar el sistema judicial, de una nueva política educativa y sanitaria, así como un modelo económico más justo y humano, que no promueva la desigualdad propia de Panamá. Esta narrativa, aún incipiente, va cobrando fuerza, sobre todo entre jóvenes, trabajadores, profesionales y sectores indígenas, etc.
Para entender el ciclo de estallidos que ha vivido Panamá en los últimos tres años, es clave mirar más allá de los hechos puntuales. El país arrastra desigualdades históricas, una estructura de poder concentrada y un modelo económico basado en la dependencia externa. La dolarización de la economía, aunque ha otorgado estabilidad monetaria, también ha profundizado la dependencia.
El crecimiento económico de Panamá en la última década ha sido real, pero no redistributivo. Mientras algunos sectores acumulan riqueza -banca, logística, minería, entre los principales- la mayoría de la población apenas sobrevive con salarios estancados y servicios públicos deteriorados.
Además, el sistema político panameño presenta signos de agotamiento. Los partidos tradicionales han perdido credibilidad, y la corrupción es percibida como organizada. Las promesas electorales no se cumplen, la justicia parece ser selectiva. En este escenario, la ciudadanía ha decidido tomar las calles de forma creciente como último recurso para ejercer presión.
El trasfondo común a esta crisis prolongada es un modelo económico basado en la acumulación para pocos y la exclusión de muchos. Panamá, pese a tener uno de los PIB per cápita más altos de América Latina, mantiene profundas brechas sociales. La desigualdad es una constante que atraviesa el acceso a la salud, la educación, el empleo y la participación política. Según datos del Banco Mundial, el coeficiente de Gini de Panamá (indicador de desigualdad) es uno de los más altos de la región. Las inversiones extranjeras y megaproyectos han beneficiado a ciertos sectores, pero no se han traducido en mejoras sostenibles para la mayoría.
La crisis también ha puesto en evidencia las limitaciones de la democracia panameña. La desconexión entre representantes y representados, la debilidad de los mecanismos de participación ciudadana y la falta de rendición de cuentas generan un caldo de cultivo perfecto para el autoritarismo y el clientelismo.
La continuidad de este ciclo de estallidos y pausas no puede mantenerse indefinidamente. El país se encuentra en una encrucijada: o se emprende una reforma estructural que atienda las causas profundas de la desigualdad y la exclusión, o el sistema seguirá erosionándose hasta alcanzar un punto de ruptura sin marcha atrás.
La movilización social ha demostrado que existe una ciudadanía activa, consciente y dispuesta a defender sus derechos. Pero también se necesita una clase política que escuche, represente y gobierne de forma ética y con visión de largo plazo.
Un aspecto relevante en esta crisis, desde el 2022 a la fecha, ha sido la actitud de muchos medios de comunicación tradicionales, que, en lugar de profundizar en las causas del malestar, se han limitado a reportar los efectos. Al destacar los “desórdenes” y empequeñecer las razones estructurales del descontento, han contribuido a la estigmatización de los movimientos sociales. Esta narrativa se ha visto reforzada por una estrategia gubernamental de criminalización de la protesta, utilizando el sistema penal para perseguir líderes sociales y justificar la represión.
Otro factor que ha exacerbado el descontento es la relación sumisa del Estado panameño con Estados Unidos. En medio de la crisis por el contrato minero, y en momentos clave de represión interna, el gobierno ha priorizado mantener su imagen internacional, sobre todo ante Washington, en vez de atender las urgencias sociales. La falta de reacción frente a las declaraciones y presiones de actores estadounidenses sobre temas internos ha sido interpretada como una violación del principio de soberanía.
El Tratado de Neutralidad del Canal de Panamá, que establece que el canal debe estar libre de intervención extranjera, ha sido ignorado de facto por las decisiones políticas que implican presencia e influencia externa en zonas clave del país. La complacencia de las autoridades panameñas con estas situaciones no hace más que aumentar la percepción de dependencia y debilidad institucional.
Panamá enfrenta un dilema. El gobierno puede optar por seguir reprimiendo, administrando el malestar como si fuera coyuntural o puede decidirse por una transformación profunda, democrática y participativa. Nadie confía en que se produzca esto último.

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