Su camino hacia la Presidencia de la República, que ejerció entre 2010 y 2015, fue empinado, ciertamente, pero al fin ganó con amplitud. Fue un giro sorprendente en la historia y una suerte de revancha. Junto a él llevó al gobierno a algunos viejos tupamaros, las bestias negras de antaño; pero antes contribuyó a que esos guerrilleros cascoteados abandonaran sus sueños insurreccionales y aceptaran las reglas del sistema democrático.
José Alberto Mujica Cordano nació el 20 de mayo de 1935 en Paso de la Arena, entonces un suburbio chacarero de Montevideo. Su padre, de ascendencia vasca, se arruinó como productor rural en Florida, y su madre, descendiente de italianos, creció entre cultivos de vid en las afueras de Carmelo. Mujica alternó sus estudios secundarios con la práctica del ciclismo y el cultivo de hortalizas y flores.
Se vinculó al Partido Nacional a través de su familia materna, afín al caudillo Luis Alberto de Herrera, y fue unos de los ayudantes del diputado Enrique Erro (1912-1984). En 1962 acompañó a Erro cuando dejó a los blancos y se alió a los socialistas en la Unión Popular. El fracaso electoral de ese experimento contribuyó a empujarlo hacia pequeños grupos de izquierda radical, que derivarían en la creación del Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros (MLN-T). Esta organización, muy influenciada por la revolución cubana triunfante en 1959, afirmó en su primera proclama, en 1967, que “la única vía para la liberación nacional y la revolución socialista será la lucha armada”.
Ya en 1964 Mujica había sido detenido durante un asalto a la textil Sudamtex. Para no comprometer a la naciente guerrilla, entonces un mero “coordinador” de grupúsculos ideologizados, se hizo pasar por delincuente común y estuvo preso por ocho meses en la cárcel de la calle Miguelete de Montevideo.
En los años siguientes, bajo seudónimos como Facundo o Ulpiano, Mujica participó en varias acciones de la guerrilla, incluido el primer secuestro del dirigente colorado Ulysses Pereira Reverbel, en agosto de 1968, o el ataque a la ciudad de Pando, el 8 de octubre de 1969. Requerido por la Policía, pasó a la clandestinidad.
El 18 de marzo de 1970 fue herido de gravedad en un tiroteo en el bar La Vía, donde se había reunido con otros tupamaros.
El 6 de setiembre de 1971 participó de la mítica fuga por un túnel de la cárcel de Punta Carretas junto a otros 110 presidiarios, en su gran mayoría tupamaros, aunque fue recapturado pocas semanas después. Fugó otra vez de la misma cárcel el 12 de abril de 1972, justo cuando las Fuerzas Armadas, unidas a la Policía, daban inicio a una ofensiva general que acabaría en seis meses con el aparato militar de los tupamaros.
Mujica, que se movía en la periferia de Montevideo, no lejos de los territorios de su niñez, fue capturado el 7 de agosto de 1972. Permaneció en prisión durante más de doce años, la mayor parte de ese tiempo en condiciones extremas, rotando entre diversos cuarteles junto a otros ocho dirigentes del MLN tomados como rehenes.
Recuperó su libertad el 15 de marzo de 1985, en los inicios de la restauración democrática, gracias a una ley votada por el parlamento que benefició a 63 tupamaros acusados de delitos de sangre.
Los tupamaros ingresaron al Frente Amplio en 1989 y, junto a algunos aliados de la vieja izquierda “ultra”, crearon el Movimiento de Participación Popular (MPP). En las elecciones de ese año el sector logró 44.446 sufragios y dos diputados: Helios Sarthou y Hugo Cores, ya que los tupamaros, aún pudorosos ante las prácticas políticas “burguesas”, no presentaron candidatos propios.
En las elecciones nacionales de 1994, aún estaban divididos por mil querellas ideológicas, entre un sector pragmático y otro más ideologizado y “revolucionario”. Pero José Mujica ingresó al Parlamento como diputado, el primer tupamaro en asumir un cargo legislativo. Fue el inicio de un vuelco histórico.
Su figura desprolija y sin garbo, transportada por una motoneta Vespa o un viejo Volkswagen escarabajo, se hizo popular. Era “un Quijote vestido de Sancho”, según la descripción del antropólogo Daniel Vidart.
Mujica fue ministro de Ganadería, Agricultura y Pesca entre marzo de 2005 y marzo de 2008, cuando regresó al Senado y comenzó a trabajar por su candidatura presidencial. Se acercó al Partido Comunista para cercar a Danilo Astori, el preferido del presidente Tabaré Vázquez. Finalmente lo derrotó en las elecciones partidarias del 28 de junio de 2009 y se transformó en el candidato único del Frente Amplio.
En las elecciones nacionales del 25 de octubre la fórmula Mujica-Astori reunió el 48% de los sufragios, la izquierda obtuvo otra vez mayoría parlamentaria y el MPP sumó 364.696 votos, ocho veces más que los obtenidos en su debut electoral, veinte años antes.
Su discurso de asunción el 1º de marzo de 2010, en el que Mujica mezcló sinceridad y moderación con cuotas de audacias, gestó grandes expectativas. “Hace rato que todos aprendimos que la batalla por el todo o nada es el mejor camino para que nada cambie”, sostuvo Mujica. “La mayor parte de los países que están adelante (en materia económica y social) tienen una vida política serena, con poca épica, pocos héroes y pocos villanos”.
Prometió respetar la “ortodoxia” macroeconómica capitalista, con sus “reglas ingratas y obligatorias”, aunque reivindicó cierta “heterodoxia atrevida en la micro”. Dijo que sería “perro” en la vigilancia de los gastos y propuso una “revisión profunda del Estado”.
“La sociedad uruguaya ha protegido a sus servidores públicos mucho más que a sus trabajadores privados”, sostuvo. “En la crisis del año 2002 y 2003 casi 300 mil personas perdieron su trabajo y 200 mil sufrieron rebajas en sus salarios. Todos, todos fueron trabajadores privados”. Dijo que su gobierno debería “empezar con cuatro asuntos: educación, educación, educación y otra vez educación”.
Comentó que en el Frente Amplio “descubrimos que gobernar era bastante más difícil de lo que pensábamos. Que los recursos fiscales son finitos y las demandas sociales son infinitas. Que la burocracia tiene vida propia y la macroeconomía tiene reglas ingratas pero obligatorias. Hasta tuvimos que aprender con mucho dolor y vergüenza que no toda nuestra gente era inmune a la corrupción”.
En enero, Mujica anunció que el cáncer en el esófago se había extendido a su hígado. “Cuando me toque morir, me muero. Me estoy muriendo. Hasta acá llegué”, dijo y afirmó, a modo de testamento: “(Los viejos tupamaros) no somos lo mismo que fuimos hace 40 o 50 años. La historia pasa para todos y la vida nos enseña a todos. No hay nada como la democracia. Yo de joven no pensé así, es cierto. Me equivoqué. Pero hoy me bato por eso. No es la sociedad perfecta: es la mejor posible”.
Mujica no fue un estadista, en el sentido de marcar líneas indelebles en la conducción del Estado. Fue en todo caso un caudillo nacional muy popular e influyente y agregó una sorprendente proyección internacional gracias a los medios audiovisuales, a su historia, su estilo de vida y a su discurso reivindicado la sobriedad, los afectos personales y el tiempo libre.
No legó muchas cosas sino cierto vago ejemplo, una forma heterodoxa de ver las cosas y una tolerancia general, en un subcontinente generalmente partido por el odio político.